Un derecho que fue utopía
Por Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
“Todos estos llamados a desincentivar la participación ciudadana son un insulto a la memoria colectiva y a las luchas largas y dignas que dieron, desde la izquierda y desde la derecha, colectivos de la más diversa índole contra un poderoso partido de Estado”.
Aprovechando esa capacidad humana de escapar de lo inmediato y dar un breve paseo mental en el reino de lo imaginado, invito a los lectores y lectoras a pensar en los siguientes escenarios: ¿cómo sería ahora nuestro país si en 2010, al término del tercer año de Gobierno de Felipe Calderón, nos hubieran preguntado si queríamos revocarlo de su encargo? ¿Cómo habría gobernado Enrique Peña Nieto si hubiera sabido, desde el inicio de su sexenio, que la ciudadanía contaba con una herramienta que le permitiría, llegado el caso, sacarlo de Los Pinos en 2016? Si esto hubiera pasado, ¿tendríamos un mejor o un peor país? Y suponiendo que en el futuro el poder llegara a caer en manos de un tirano o de un probado corrupto, ¿qué pasaría si para entonces contáramos con la experiencia y la capacidad de ejercer el derecho constitucional de removerlo democráticamente?
Imaginar estos mundos posibles no es ocioso ni es lejano de la realidad y, antes al contrario, la idea de darle al pueblo el derecho, no sólo de elegir, sino también de revocar a los servidores públicos electos, ha sido el centro de incontables gestas democráticas y ha sido enarbolada por los actores políticos más diversos.
Por ejemplo, en la relatoría de las mesas de trabajo del Foro Especial para la Reforma del Estado, convocado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1996, se lee: “Es necesario establecer, en todo el país y en todos los niveles de Gobierno, las figuras de referéndum para emprender reformas constitucionales; de plebiscito, para llevar a consulta ciudadana las políticas públicas, incluyendo el juicio político; la iniciativa popular para que los ciudadanos puedan proponer e iniciar leyes, y la acción popular como una forma de defensa de los ciudadanos ante las acciones del poder”. La Revocación de Mandato se menciona especialmente en el ámbito municipal, que reconocen como “la instancia de Gobierno más próxima a la vida pública”. “Por ello” -declaran- “si la democracia va a constituirse desde abajo, es indispensable rescatar la autonomía municipal y la soberanía ciudadana en la elección y revocación de las autoridades”.
En 2011, más de veinte organizaciones de la sociedad civil agrupadas bajo el nombre de “Reforma política ¡ya!”, demandaron una reforma constitucional en la que se incluyeran diversas figuras de democracia participativa: candidaturas independientes, iniciativas populares de ley, consulta popular y Revocación de Mandato. Sólo las tres primeras fueron aprobadas, con sus respectivos y múltiples candados. No fue sino hasta 2019 que se logró incluir la Revocación de Mandato en el artículo 35 constitucional.
El año pasado, José Woldenberg publicó un texto en el que equiparaba a los votantes que participarían en la consulta popular con “perros de Pavlov”, que iban a votar en un acto irreflexivo y condicionado por el mero hecho de que había una urna. Luis Carlos Ugalde, quien fuera Consejero presidente del IFE durante el infame proceso electoral de 2006, llama activamente a no participar en la consulta revocatoria, arguyendo que se trata de “un capricho del presidente”. El Consejero Ciro Murayama ha tildado la consulta de Revocación de Mandato como “una trampa” para hacer quedar mal al INE, que se declaró incapaz de instalar la totalidad de las mesas receptoras a las que está obligado constitucionalmente.
Todos estos llamados a desincentivar la participación ciudadana son un insulto a la memoria colectiva y a las luchas largas y dignas que dieron, desde la izquierda y desde la derecha, colectivos de la más diversa índole contra un poderoso partido de Estado.
El proceso que estamos viviendo es perfectible y debe ser perfeccionado. Tal vez valga la pena regresar a la discusión de si lo conveniente es que la consulta de revocación sea solicitada, como se establece en la ley actual, por el 3% del padrón electoral, o si sería mejor que se tratara de un proceso automático organizado por ley a la mitad de cada sexenio. También habría que reconsiderar las atribuciones del INE como organizador y promotor de una elección que, por lo que ha mostrado, el instituto no está preparado para llevar a cabo. Y un punto más de reflexión es cuál es el sentido de establecer una “veda electoral” de más de dos meses cuando la democracia participativa se alimenta de la discusión pública permanente.