Instrucciones para ver la guerra

Por Fabrizio Mejía Madrid

La guerra que estamos viendo no es la que está ocurriendo, sino una fantasía emocional.

El video de una niña que le reclama a un soldado se hizo viral esta semana. Se dijo que la niña era ucraniana y el militar, ruso. Sin embargo, la imagen había sido captada en 2012 y era del conflicto entre palestinos e israelíes en la franja de Gaza. La niña palestina se llama Ahed Al Tamimi y protestaba porque a su hermano Wa’ed, entonces de 15 años, lo habían arrestado por tirar piedras. El video viral simboliza lo que está ocurriendo con el conflicto en Ucrania. Estamos viendo una guerra que no está ocurriendo, llena de imágenes de otros lugares y otros años. Se han utilizado fotos recicladas de 2018 de influencers rusas tomándose fotos con armas de juguete, explosiones de gas en Siberia de 2020; bailes en una estación de metro en Uzbekistán en 2021, y hasta un videojuego de 2013 para darle realidad a un supuesto piloto ucraniano, el Fantasma de Kiev, que supuestamente había derribado cinco aviones y un helicóptero ruso en una sola noche. No vimos en su momento que se viralizara la lucha palestina porque no servía a los propósitos de Europa y Estados Unidos en este momento: desligar financieramente a Rusia de Occidente.

La guerra que estamos viendo no es la que está ocurriendo, sino una fantasía emocional. Que haya bien y mal enfrentados, como en un videojuego; que el Presidente de Ucrania sea un héroe defendiendo a su pueblo y no un muñeco del oligarca mediático Igor Kolomoisky que, junto con Zelensky, fue acusado de evasión de cinco mil millones de dólares en impuestos; que el propio Presidente ucraniano no hubiera amenazado con fabricar una bomba nuclear; que no hubiera promovido milicias neonazis en los territorios autónomos de Donetsk y Lubansk desde hace ocho años; y que el Presidente ruso, Putin, hiciera todo por “locura”, “soledad”, “enfermedad mental”. Esas son las emociones del melodrama de la lucha del Bien contra el Mal que alientan los medios occidentales y, a la vez, censuran la posibilidad de que las otras víctimas, los rusos de las repúblicas autónomas, que llevan ocho años de bombardeos, nos cuenten su ángulo del conflicto. Nos deben también la justificación para que la OTAN siga expandiéndose hacia el oriente ya sin su objetivo de la Guerra Fría. En medio estamos todos nosotros, viendo imágenes de una guerra que no está sucediendo, sin opciones para podernos hacer una opinión. Tanto los dueños de las redes sociales, Facebook, Twitter, Google, Instragram y TikTok han decidido que sus usuarios no necesitan ver a la otra parte de la guerra y han prohibido a las agencias oficiales rusas. Con ello, han profundizado el daño cultural y político que los algoritmos de las redes le han hecho a sus usuarios.

Me refiero, por supuesto, a cómo funcionan esas redes: seleccionan y excluyen lo que ellos piensan que nosotros debemos pensar. Al ofrecerte sólo lo que ellos quieren, te convencen de que saben más que tú sobre tus propios deseos. Los algoritmos son un tipo de censura: al escoger por ti, anulan decenas de opciones que podrían interesarte. Hace unos años, por ejemplo, pedí un libro a Amazon porque era una traducción literaria del Viejo Testamento. Me interesaba la edición hecha por el crítico literario Harold Bloom porque, según leí, demostraba que ese texto había sido escrito por una mujer que era la menor de una familia grande. Me dio curiosidad y lo pedí. El algoritmo, a continuación, me tomó por un hombre religioso y comenzó a ofrecerme catecismos, boletos para ver a un televenagelista en un teatro, crucifijos para leer en la oscuridad y más. Lo que el algoritmo creyó de mi era totalmente falso pero sólo yo lo sé. Según su modelo de negocios, uno es para siempre lo que en algún momento deseó. Para ellos yo —su cliente— soy un místico.

En los asuntos públicos este sesgo matemático de lo que uno es y lo que uno desea resulta en un desastre. Son en parte responsables del sesgo de las opiniones que seguimos y de lo que nos topamos en la Red. Pero, sobre todo, de lo que vemos sin buscarlo. Te van encerrando en una especie de personalidad ficticia que se supone que es tu verdadero yo, es decir, el comprador. Eso ha sucedido con las noticias que, al convertirse en mercancías, buscan satisfacer al cliente dándole más de lo que se supone que quiere. Y eso no sólo lo va limitando a un sujeto público empobrecido, sino que le propone tendencias que imitan la norma de una sociedad de mercado en la que todo está a la venta según los deseos del comprador potencial, incluida, en última instancia, la opinión. Si la información es una mercancía fabricada al gusto del cliente, entonces la verdad y la mentira ya no son un valor necesario. Como dice la filósofa Cristina D’ Ancona: “El punto ya no es determinar la verdad por medio de un proceso de evaluación racional, verificación, y conclusión. Tú eliges tu propia realidad, como en un buffet. También seleccionas tu propia falsedad, no menos arbitrariamente”. Es una fantasía de habitar una realidad hecha de los pedazos elegidos arbitrariamente por tus propios deseos y aspiraciones, o mejor, de lo que una compañía digital cree que deberías elegir para seguir siendo tú mismo. Sólo así puedo explicar la sorpresa que me da cuando alguien me asegura, por ejemplo, que los Estados Unidos están “liberando” a Ucrania o, en el plano local, que México se “cae a pedazos”. Es la sorpresa de descubrirme pensando: ¿En qué mundo o país viven? ¿Han existido todos estos años en un universo paralelo al que habito? Las noticias como mercancías fluyen con el argumento de la libertad. Los hechos, los datos, dicen los “libertarios”, constriñen su libertad de opinar lo que sea sobre lo que quieran. Pero en toda esta historia es mucho más importante lo que dejan fuera, lo que excluyen, lo que cancelan: es todo lo que les cuestione su posición en la sociedad y, también, la imagen que tienen de sí mismos en relación a los demás. Lo que les haga cuestionarse en lo social y lo moral, será desechado y cancelado. Para decirlo en una frase: el Internet es una máquina de recabar intereses y creencias que se anticipa a lo que no queremos confrontar. Decir que la verdad es la que tú decidas es, en el fondo, una autocomplacencia que no conduce a saber o conocer lo que sucede, sino sólo a entumecerte. No es cómodo el enfrentar que, por ejemplo, en el conflicto en Ucrania, no hay buenos ni malos, sino intereses, ideologías, dominación, poderes, y víctimas de ambos lados. No es cómodo responsabilizarte de que las informaciones de la guerra no sólo son de quienes las producen, sino también y en el mismo nivel, de quienes las comparten. Los usuarios de redes nos hemos hecho hábiles en, simultáneamente, mandar una foto, contestar un mensaje en audio, y leer un meme. Pero, cuando se trata de evaluar la validez de una información, somos analfabetas digitales. Cerca del 65 por ciento de los estudiantes universitarios en Estados Unidos reprobaron en un examen para ponderar si una noticia era falsa en 2018. En el Barómetro Edelman, que se usa para calcular la confianza, de 28 países estudiados, en 21 bajó la certeza en lo que se leía en plataformas, sitios y buscadores. Sin embargo, las seguimos utilizando mientras refuerzan y aun exacerban nuestras propias creencias, estereotipos, y aspiraciones. Pero hay otra forma de usarlas, si buscamos en ellas medios para formarnos una opinión que pueda corresponderse con la realidad que, a pesar de todo, sigue existiendo. Como la verdad. Para entender el conflicto en Ucrania propongo cinco instrucciones mínimas:

  1. No confíes en lo que te llega “espontáneamente”. Valora sólo lo que buscas.
  2. Organiza tu búsqueda en un todo que la vaya enriqueciendo y que le de un sentido.
  3. Mira o busca la fecha de publicación, a quién está dirigido, y si es relevante.
  4. Busca la fuente desde donde se creó originalmente, no quien te lo mandó, sino el autor y su sitio digital, y busca si está calificada. No todo lo que está autogenerado por un usuario es verdad.
  5. ¿Cuál es el propósito de la publicación y cuál es su sesgo?

Hay que recordar que toda información contiene un sesgo, pero que éste funciona como una hélice: el impulso de convencer a los demás y el deseo de que nuestras opiniones reciban la aprobación de los que reciban el mensaje. Todos queremos estar en lo correcto, es parte de la naturaleza de nuestros cerebros. De un lado de la hélice está el que lo ve, lee o escucha. Del otro, la posibilidad de que se replique, se comparta, se vuelva viral. También hay que tener en cuenta que, en una guerra, los datos y las frases se usan para favorecer o dañar una causa. Desconfía de los datos que se refieren a una persona como sujeto y no a lo que piensa o representa. Trata de aislar el ataque personal o a toda una nación de los hechos y acciones de esa persona o Gobierno. Ten en consideración que cuando una realidad es compleja, una teoría simple que la explique todo es, normalmente, una mentira. Y, por último, no confundas lo viral, lo muy popular, con la verdad. Trata de ver el mundo desde los ojos del ser con el que no coincides. Siempre recuerda que la opinión es una opinión, nunca es la persona.

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