La política como espectáculo
Por María Rivera
“La paradoja del asunto, sin embargo, es escalofriante, porque para crear una imagen de aparente benevolencia, requirió deshumanizar a un menor, cosificarlo, en un acto que incluso podría clasificarse como delito”.
Lo que no sucede frente a una pantalla, no sucede. Podríamos decir esto, a raíz del surgimiento de las redes sociales. Si uno se fue de vacaciones y no publica fotos y videos ¿realmente uno se fue de vacaciones? La respuesta varía; para muchas personas, usuarios de redes sociales, parecería que su experiencia no está completa si no pasa por la mirada de los otros, se vuelve pública.
Cada vez más, el espacio de lo privado va siendo consumido por el espacio de lo público, y la experiencia cotidiana convertida en “contenido” para que empresas de comunicación las capitalicen. Conseguir likes o favs se ha vuelto una destreza para algunos y no falta quien usa su intimidad para conseguir dinero, llevando más allá la exhibición que las redes gratuitas permiten ¿Cuál es el sentido de la exhibición?, me he preguntado muchas veces, cuando veo en Instagram fotos de personas haciendo las cosas más anodinas del mundo, vamos, las cosas que hacemos todos rutinariamente y que uno pensaría que carecen de interés para los otros. Hablo, evidentemente, de esa especie social que cree que uno se convierte en “alguien” solo por ser visto, no por una destreza o talento en particular. La popularidad, como valor, ha desplazado a los antiguos valores que solían despertar la curiosidad sobre la vida de aquellos que gozaban de alguna fama.
Así, la gente se ha ido convirtiendo en un personaje de sí misma, y su vida, en breves anuncios dignos de ser mirados por todos, debido a los nuevos medios y tecnologías. Impelida a construir narrativas de su vida para subirlas a Instagram o a Facebook, las vidas privadas se han convertido en asuntos importantes en función de los espectadores y sus likes. En no pocos casos, se ha convertido en una forma de tiranía que ha logrado esconder la mano mientras suscita, además de compensaciones efímeras, una nueva forma de soledad. Aislados en pedestales ficticios e inalcanzables, las personas intentan relacionarse en medios diseñados para alimentar la necesidad humana de aprobación.
Las redes sociales están, por ello, repletas de eventos cotidianos de lo más anodinos: que Carmela fue al súper, que Fulanito fue al gimnasio, que Perenganito sacó a su perro a pasear. A menudo, me pregunto cuál es la necesidad de la gente de sacarse fotos y subirlas a las redes sociales, y más aún, perder tiempo mirando lo que hacen los otros y poniéndoles likes. Esta práctica, evidentemente, alimenta una cultura narcisista donde el otro solo tiene sentido como espejo de uno mismo. Someterse al escrutinio y a la aceptación del otro, es una distopía que ya ni siquiera notamos y en la que estamos permanentemente inmersos.
Esta aberración exhibe cuán lejos puede llevar la mecánica propia de las redes sociales y las narrativas que ellas mismas empujan y ejemplifica de manera inmejorable como se pueden crear narrativas ficticias destinadas a crear una simulación, un mero montaje. La paradoja del asunto, sin embargo, es escalofriante, porque para crear una imagen de aparente benevolencia, requirió deshumanizar a un menor, cosificarlo, en un acto que incluso podría clasificarse como delito.
No extraña, sin embargo, que a la influencer le haya pasado desapercibida la instrumentalización del menor para crear propaganda, porque ella misma ha instrumentalizado su persona mientras naufraga en el espejismo de su imagen.