Los cómplices

Por Fabrizio Mejía Madrid

Uno de los puntos que los voceros del régimen contra los normalistas privilegiaron fue el del incendio en el basurero de Cocula. Como lo habían hecho antes con el zapatismo, mandaron a hacer un libro que argumentara que físicamente era factible incinerar a 43 personas en un basurero sin importar que esa noche llovía.

El tercer informe sobre la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa que dio el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes —GIEI, por sus siglas— confirmó la presencia del Procurador de Peña Nieto, Jesús Murillo Karam, y de al menos 12 miembros de la Marina en el encubrimiento de los hechos de aquella noche del 26 de septiembre de 2014. El GIEI también encontró evidencias de la vigilancia política del Ejército en las normales rurales. La Comisión de la Verdad sobre este caso ha tenido un doble y escarpado trabajo: por un lado, desmontar la llamada “Verdad Histórica” que enarbolaron desde los días posteriores los voceros del Gobierno de Enrique Peña Nieto y, por otro, saber el destino de los normalistas rurales desaparecidos. Hasta ahora conocemos qué fue lo que no pasó, pero no lo que ocurrió.

Lo que no sucedió fue de lo que, con insistencia, nos quisieron convencer: que la desaparición de los jóvenes había sido por la lucha de dos cárteles del narcotráfico, uno dentro de una escuela rural, la Normal Isidro Burgos y, el otro, desde la Presidencia Municipal de Iguala, Guerrero. Según esa versión, los estudiantes habían ido a sabotear al otro grupo en un acto público de la autoridad local, y por ello, habían acabado quemados en un basurero en Cocula. Nadie, sino las dos bandas, Guerreros Unidos y Los Rojos, había participado: ni el Ejército del 27 batallón, ni la Marina, las policías federal y estatal, ni el Gobernador, el Procurador, y el propio Peña Nieto. Se quiso manejar como un asunto entre criminales en disputa por un simple municipio. Nada para preocuparnos. Cosas del México rural. Los voceros del poder ya habían empleado esa mismo artilugio cuando llamaron de “Las cañadas” al levantamiento zapatista, para minimizar su alcance a unos cuantos pueblitos perdidos. A finales de ese mismo año, nombraron “error de diciembre” a la crisis económica que nos hizo más pobres, para exculpar a Carlos Salinas, cuyo periodo había terminado el primer día de ese mismo mes. Son los mismos que, tras la matanza de Acteal, pretendieron que creyéramos que la masacre por la espalda de un grupo de indígenas desplazados había sido, en realidad, un conflicto intercomunidades por un pozo, un banco de arena o, quizás, por distintas religiones. Héctor Aguilar Camín, propietario de la revista Nexos, llegó a denominar “autodefensas” a los grupos paramilitares que cometieron los asesinatos. De igual forma como lo habían fraguado en 1994 y 1997, en 2014 de nuevo insistieron en reducir las desapariciones en Guerrero como algo meramente municipal. Por eso, decir en ese momento “Fue el Estado” contenía una indignación y una verdad tan profunda que ni siquiera la embestida de los granaderos de Miguel Ángel Mancera contra los 300 mil manifestantes, el 20 de noviembre de 2014 en el Zócalo, pudo borrar. No lo olvido. Tampoco a los voceros de la Verdad Histórica. Son los cómplices de la desaparición.

El 16 de octubre de 2015 una película, La noche de Iguala, escrita por el conductor de programas de televisión, Jorge Fernández Menéndez y por el encargado de capacitar a los actores y actrices en Tv Azteca, Raúl Quintanilla, se estrenó en las salas de cine por toda la República. Sostenía la idea de que los normalistas eran narcotraficantes. El autor del guión, publicado por Cal y arena, editorial también propiedad de Aguilar Camín, advierte sin rubor: “Alegar que fue ‘el Estado’ el responsable de esos crímenes injustificables es una forma de asumirse como cómplice de los criminales, otorgarles una coartada para quedar impunes”. Por su parte, en la revista Letras Libres también se insistía en que todo era un asunto municipal. El 25 de abril de 2016, uno de sus articulistas se negaba a aceptar la participación del Estado en la desaparición de los estudiantes y afirmaba sin vergüenza: “¿Qué hizo el Estado en la noche de Iguala? La respuesta es: nada”. Otro columnista de esa misma publicación fue más lejos al culpar a las autoridades de la escuela que “obligan a delinquir a sus alumnos”. Es decir, según este intelectual formidable, la culpa no era la agresión sino haber tomado los autobuses para ir a la marcha del 2 de octubre de ese año. Acabó satanizando a la Sociedad de Alumnos y diciendo que “los mandaron a la guillotina”. En todo caso, las dos revistas monolíticas de ese país coincidieron en que los desaparecidos eran culpables de su propia desaparición.

Todo esto dio como resultado una de las más vergonzosas premiaciones en el Senado de la República el 24 de noviembre de 2016. Los senadores del PRI, PAN y PRD decidieron otorgarle la medalla Belisario Domínguez a un exmarino, Gonzalo Rivas, que murió en una gasolinera quemada por los estudiantes normalistas en 2011. Luis González de Alba, uno de sus principales promotores, le dijo al Senador que presidía la Comisión de la medalla, Roberto Albores: “Murió un mexicano valeroso que salvó centenares de vidas a costa de la suya. Lo espera el olvido porque no hay forma de gritar que ‘fue el Estado’”. De inmediato, el premio fue apoyado por la revista Nexos, de tal forma, que se instalara la imagen de los normalistas como un grupo violento y, por tanto, culpable de su propio desenlace. González de Alba, quien en varios de sus textos confundió el nombre del supuesto homenajeado llamándole “Gustavo” en lugar de “Gonzalo”, aseguró que los estudiantes eran delincuentes protegidos por la justificación de su pobreza. El 30 de enero de 2015 en el diario Milenio, añadió un insulto más: “Los padres se niegan a ver las evidencias porque eso implica volver a milpa, al trabajo”—escribió—: “se acabaron las caravanas de autobuses de primera clase, los hoteles, las recepciones como héroes”. Dos años después, el 2 de junio de 2018, por la televisión, el entonces director del Grupo Milenio, Carlos Marín, propondría: “Los padres de los de Ayotzinapa deberían irle a pedir perdón al Procurador Jesús Murillo Karam. En materia criminal, es la investigación más exhaustiva desde el caso Colosio”.

Uno de los puntos que los voceros del régimen contra los normalistas privilegiaron fue el del incendio en el basurero de Cocula. Como lo habían hecho antes con el zapatismo, mandaron a hacer un libro que argumentara que físicamente era factible incinerar a 43 personas en un basurero sin importar que esa noche llovía. Que un incendio podía extinguir cualquier evidencia, hasta la del incendio mismo. Era necesario afirmarlo, ahora lo sabemos, porque fue ahí donde el jefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, hoy prófugo, plantó restos humanos; porque el propio Murillo Karam fue con los marinos a sembrar unas bolsas blancas que el GIEI exhibió en un video filmado con drones de los propios militares. Porque, junto con la eliminación de las cintas de las cámaras de vigilancia de Iguala, las placas de las patrullas involucradas en la persecución de los normalistas, también se fabricó el lugar de la incineración. Se contrató a un supuesto experto en fuego que dio por buena la versión oficial, en contra de los forenses del GIEI. Que sí hubo un incendio en el basurero de Cocula se convirtió en el objetivo central del libro de Esteban Iliades y otro que relataba la vida de los 43 desaparecidos, fue corrompido por el prólogo del entonces subdirector de Nexos, Héctor de Mauleón, que usó como fuente de sus dichos el expediente de la Procuraduría y nada más. Ninguno de los dos autores fue al lugar, no recabaron testimonios, no preguntaron a los del GIEI. Al contrario: propagaron rumores contra los expertos internacionales por sus vidas privadas y porque, según inferencias, cobraban muy caro y había hecho un modus vivendi de su estancia investigadora. Ello preparó la decisión de Enrique Peña Nieto de expulsar del país a los expertos del GIEI, el 30 de abril de 2016. Pero la remoción del GIEI no restauró la Verdad Histórica de Murillo Karam que estaba ya resquebrajada y, poco a poco, se ha venido abajo. En el camino quedaron las difamaciones contra los desaparecidos, las normales rurales, los padres y madres de familia, los ataques contra los forenses, los manifestantes. Todo para salvar al Ejército, al Gobernador, al Presidente.

Un cómplice es responsable de los delitos que otros cometieron porque los alentaron o ayudaron. Los medios y periodistas, en efecto, no desaparecieron a los normalistas, pero sí asistieron en el encubrimiento de la verdad. Por eso son cómplices. Sus acciones no están vinculadas al agente que hizo mal, sino al mal mismo, es decir, a marañar todo para que nunca se conociera lo que realmente había ocurrido. En el caso Ayotzinapa, no hay diferencia moral entre el acto y la complicidad porque ambas ayudan al objetivo de los autores del delito: que nunca se supiera. Los motivos para convertirse en cómplices escapan a toda idea de ética profesional. Algunos de ellos, recibieron dinero para publicaciones, películas, o aparecieron, como de Mauleón, como parte de “las historias de éxito” del informe presidencial de Peña Nieto en 2016. Otros, simplemente tenían derecho de picaporte en la residencia presidencial. Pero no importa. Es como en el asesinato de Colosio. Cuando se dijo que Carlos Salinas de Gortari había creado un clima que propició el homicidio en Lomas Taurinas, su Secretario, José Córdoba Montoya respondió: “Los climas no disparan”. En el caso de Ayotzinapa, desaparecer estudiantes y ocultar cómo fue que desaparecieron, es lo mismo. No es común que los opinadores se disculpen y no espero que ésta sea la excepción, sin embargo, hay que recordarles públicamente su responsabilidad, su contubernio, su complicidad. Son causantes de que, como sociedad y hasta ahora, sólo sepamos lo que no sucedió.

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