Caborca, tercera llamada
Por Jorge Zepeda Patterson
“Hay razones que llevan a pensar que el Presidente decidió no confrontar al crimen organizado. Primero, que el proyecto de la Cuarta Transformación era demasiado ambicioso para intentar, al mismo tiempo, combatir a tan poderoso enemigo. Mejorar la condición de los pobres y sanear la administración pública era un reto formidable para el primer tramo del sexenio”.
Las preocupantes noticias que llegan de Caborca o de la sierra de Michoacán dan cuenta de que mientras la opinión pública, los medios de comunicación y las redes sociales nos entretenemos en la última disquisición sobre los ingresos de Carlos Loret, una parte del territorio se nos está yendo de las manos. No es la primera vez pero sí el más reciente recordatorio: caravanas de quince vehículos y cien sicarios capaces de tomar el control de una población mediana durante varias horas en Sonora o una comunidad completa que opera como base social de un cártel que es capaz de inhabilitar y retener a trescientos soldados.
En este y otros espacios se ha hecho un exhorto al Presidente Andrés Manuel López Obrador para que le dedique más tiempo a los grandes problemas nacionales y menos a los dimes y diretes entre el Ejecutivo y sus críticos. Pero ciertamente los propios periodistas llevamos parte de la responsabilidad, en la medida en que nos convertimos en cámaras de reverberación de estos incidentes (la chora interminable, dirían Trino y Gis) en detrimento de los temas que sí nos están cambiando la vida. O sí no, diganselo a las familias que prefieren abandonar su hogar ante la violencia incontrolable, al pequeño comerciante o al vendedor ambulante que opta por abortar el negocio antes de someterse a la enésima extorsión, o la viuda del candidato a Presidente Municipal que intentaba hacer un cambio en su comunidad.
Hay razones que llevan a pensar que el Presidente decidió no confrontar al crimen organizado. Primero, que el proyecto de la Cuarta Transformación era demasiado ambicioso para intentar, al mismo tiempo, combatir a tan poderoso enemigo. Mejorar la condición de los pobres y sanear la administración pública era un reto formidable para el primer tramo del sexenio. Y, segundo, asumió que no había condiciones para llevar esa batalla a buen término con los efectivos que tenía en ese momento. De allí su intención de crear una Guardia Nacional formada por 170 mil miembros y una “reocupación” del territorio a través de la construcción de 248 cuarteles, uno para cada distrito en el que se dividió la geografía nacional. A esto se añadiría una reforma del poder judicial para favorecer el fin de la impunidad en los corruptos e ineficientes tribunales y se solidificaría la Unidad de Inteligencia Financiera, para poder detectar e interrumpir el lavado de dinero que nutre a la economía criminal.
Con estos recursos y medidas, se suponía, habría una oportunidad de enfrentar en la segunda mitad del sexenio a los muchos cárteles en los que se ha fragmentado el Narco. Mientras tanto, el Presidente trató de ganar tiempo difundiendo una pretendida estrategia de “abrazos no balazos”, con el peregrino deseo de que con eso los criminales pactaran una especie de tregua, y se mantuvieran contenidos en las áreas que en ese momento controlaban.
Esta estrategia del Gobierno en materia de seguridad está fallando visiblemente por dos razones. Primero, porque la tarea de construir condiciones para enfrentar a los poderes ilegales no ha avanzado al ritmo originalmente considerado. La Guardia Nacional apenas está llegando a 100 mil efectivos, pero habría que decir que casi 70 mil en realidad son militares desplazados a la nueva corporación, con lo cual el crecimiento neto de las fuerzas de seguridad es más bien modesto, sobre todo si consideramos que buena parte de las policías federales fueron desmovilizadas. Y, por otro lado, la construcción y habilitación de cuarteles para conseguir tener presencia en todo el territorio ha caminado más despacio que lo originalmente estimado, por problemas logísticos y por la crisis derivada de la pandemia. Y por lo que toca al saneamiento del poder judicial, aún está en veremos.
Y segundo, como sabemos, lejos de avenirse a una tregua, los narcos aprovecharon el vacío de poder para expandir territorios y actividades de manera exponencial. A la postre, fueron ellos los que aprovecharon el intermedio para fortalecer territorios y pertrecharse militarmente (no hay otra manera de referirse a las fuerzas paramilitares que han surgido en varias regiones).
Desde luego, no hay soluciones mágicas para enfrentar el cáncer de la violencia que afecta el tejido social a lo largo del país. Está claro que no deseamos más de lo mismo. Enviar a las tropas a dar piñatazos de una región a otra, como lo intentaron las administraciones de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, parecería un recurso agotado. Pero también es evidente que seguir tratando de ganar tiempo para fortalecerse está resultando contraproducente. La cantidad de sufrimiento, pérdidas personales y materiales que padece la población se han vuelto insoportables en zonas que antes eran lunares, pero ahora son manchas territoriales cada vez más amplias. Además, a medida que se expanden las actividades criminales, más base social adquieren y más clivajes establecen en estructuras que ya no son solo las de la droga: comercio ambulante, procesos electorales, producción y comercialización agrícola, mercados, recolección de basura, suministro de agua y otras actividades municipales, entre otras.
Da la impresión de que la 4T optó por dejar al siguiente Gobierno la batalla contra estos grupos, mientras pretendía fortalecer sus músculos y construía mejores condiciones. Pero la intensificación del problema lleva a pensar que tres años de espera es demasiado pedir a la población, particularmente aquella que está pagando con sangre y desgracia la violencia diaria.
Me parece que el Gobierno tendría que acelerar los preparativos y optar al menos por una estrategia intermedia. Algo que permita pensar a los afectados que no están inermes frente a los poderes salvajes y que el Estado está haciendo algo para protegerlos. De otra manera, el sexenio terminará con una situación en la que mucha gente se incline a creer que lo que necesita el país es una mano dura sin importar las consecuencias. Y eso no le conviene a nadie. Lo de Loret de Mola y sus ingresos termina siendo comidilla para la política convertida en espectáculo; lo de Caborca, una infamia que pone en duda el fundamento de la gobernabilidad en este país.