¿El fin de la Constitución chiclosa?

Por Jorge Javier Romero Vadillo

Una Constitución chiclosa y débil, llena de parches y contradicciones, cuyo cumplimiento, además, era una puesta en escena solemne.

Una especie repetida a propósito de la derrota del intento de reconstitución del monopolio estatal de la electricidad fue que se trató de la primera vez en la historia de México que una iniciativa presidencial de reforma constitucional no era aprobada. No estoy seguro del dato: Juárez no pudo sacar adelante sus propuestas para fortalecer a la Presidencia en el momento de restauración de la República, pero lo intentó a través de una vía no contemplada por la Constitución, el referéndum. Pero sin duda a partir de la llegada al poder de Porfirio Díaz, los sucesivos Presidentes han modelado la Constitución a su antojo, a pesar de la rigidez formal que exige mayorías calificadas de ambas Cámaras del Congreso de la Unión y la ratificación de la mayoría de las legislaturas estatales.

El diseño formal para las reformas a la Constitución supondría una mayor estabilidad del pacto político contenido en la ley superior de nuestro ordenamiento jurídico, pero las concreciones del desarrollo político mexicano, donde el poder legislativo federal ha sido continuamente sometido por el ejecutivo a partir de una mezcla de reglas formales, como la no reelección inmediata de legisladores, y practicas informales, sobre todo el control de los resultados electorales, y con un federalismo históricamente simulado, propició que la Constitución se transformara en el manifiesto político del Presidente en turno, mientras no era más que papel mojado como ordenamiento jurídico efectivo.

Durante la época clásica del régimen del PRI cada Presidente dejaba su huella con grandilocuencia en la Constitución. Las más de las veces se trataba de enunciados huecos, sin consecuencias en la vida cotidiana, derechos imposibles de reivindicar o manifestaciones de gran patriotismo con resultados prácticos poco deseables. Los sucesivos jefes del ejecutivo fueron pródigos en iniciativas para modelar el arreglo institucional del país de acuerdo con las genialidades de sus preclaras mentes de estadistas.

Una Constitución chiclosa y débil, llena de parches y contradicciones, cuyo cumplimiento, además, era una puesta en escena solemne. La hojalatería constitucional del presidencialismo mexicano ha dejado al arreglo institucional formal de la República como una carrocería a la que se le notan los remiendos, los colores despintados, los golpes no reparados. Más de setecientas reformas, algo que sin duda debe ser un récord mundial.

Lo sorprendente es que incluso después del fin del monopolio del PRI, tanto Fox, como Calderón y Peña lograron sacar adelante reformas constitucionales, lo que necesariamente implicó acuerdos con la oposición. En las democracias pluralistas no es frecuente conseguir los pactos amplios necesarios para reformar a modo el ordenamiento constitucional y estos solo se dan de manera puntual. La Constitución Española de 1978, por ejemplo, apenas si ha sufrido retoques, alguno impuesto por la Unión Europea en plena crisis económica de 2008–2012.

Los predecesores de López Obrador ya en tiempos de pluralidad democrática se cuidaron bien de no mandar iniciativas de reforma constitucional condenadas al fracaso. Hicieron los acuerdos antes de llegar a la votación legislativa. Peña Nieto contó con el Pacto por México para hacer cambios sustantivos, la mayoría de los cuáles se convirtieron en los tópicos centrales del discurso opositor de López Obrador.

Después de la elección de 2018, cuando la coalición favorable al Presidente obtuvo una enorme sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y una holgada mayoría en la de Senadores, lo que le daba amplio margen para modificar la legislación ordinaria en los temas de su agenda, pero no le alcanzaba por sí sola para modificar la Constitución, yo hubiera esperado que los partidos opositores usaran ese recurso para contener los excesos presidenciales. No fue así. Me resulto incomprensible que el Presidente pudiera sacar su contrarreforma educativa con votos incluso de legisladores que habían aprobado los cambios de 2013. Y en el caso de la Guardia Nacional, si bien la iniciativa presidencial fue modificada sustancialmente en el trámite legislativo, de cualquier manera, le concedieron el capricho de crear un nuevo cuerpo de seguridad de nostálgico nombre.

En un artículo publicado hace un par de años le atribuí la flexibilidad informal del mecanismo de reforma constitucional, incluso ya en tiempos de pluralidad, a la pertinacia del presidencialismo mexicano, a la fortaleza simbólica de un cargo que, de acuerdo con el propio diseño constitucional, debería ser mucho menos poderoso, pues está sujeto a múltiples acotamientos formales. La imagen del presidente como poder supremo de la nación, forjada en el porfiriato, había logrado superar su pérdida de fuerza producida por la desaparición del monopolio político del PRI.

Ya en 2018 pensé en la necesidad de una suerte de moratoria constitucional como instrumento para atemperar la capacidad destructiva de López Obrador, pero la obsecuencia de uno u otor partido pretendidamente opositor le permitió hacer avanzar su agenda incluso más allá de lo que le daban sus propias fuerzas, con resultados que tendrán consecuencias de largo plazo, sobre todo en materia educativa y de seguridad. Además, ello contribuyó a desdibujar a la oposición y a dar una imagen de debilidad extrema de unos partidos en crisis.

Es posible que la votación del domingo 17 de abril represente un giro y siente un precedente importante en la tradición constitucional mexicana. No quiero especular sobre las razones del Presidente para empecinarse en una votación que tenía perdida de antemano. Lo relevante es que la oposición actuó de consuno y defendió el carácter supramayoritario del orden constitucional. Lo esperable es que la moratoria constitucional abierta con el freno a la reforma eléctrica se mantuviere el resto de la legislatura y se frene el despropósito de reforma electoral regresiva anunciado por López Obrador, pero también que se le cierre el paso a la militarización de la Guardia Nacional, subterfugio legaloide para enmascarar las reiteras violaciones del artículo 21 en la que ha incurrido este gobierno.

En el largo plazo, sería deseable que el precedente del domingo de Pascua fuera el primer paso para convertir a la Constitución en un instrumento de amplio consenso político, blindado respecto a los caprichos del Presidente en turno, fuere quien fuere.

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