Discurso de odio
Por Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
“El abuso del término para acallar opiniones incómodas implica también que quien se dice ofendido se presente como víctima de una estructura social opresiva, muchas veces sin serlo, o que se presente al emisor como un privilegiado en posición de poder, aunque tampoco lo sea”.
Sólo en la última semana, el término “discurso de odio” se ha empleado para calificar los dichos de simpatizantes de Morena contra legisladores de oposición a quienes llamaron “traidores a la patria” y también para describir las expresiones con las que Gabriel Quadri ha agredido a congresistas identificadas con el movimiento trans.
El tema es intrincado. Por un lado, el concepto de “discurso de odio” se usa para garantizar el respeto a ciertos derechos fundamentales: el derecho a una vida libre de violencia y el derecho a que se respeten la integridad y la dignidad de las personas. Por otro lado, este concepto implica una restricción a otro derecho igualmente fundamental en democracia, que es el derecho a la libre expresión de las ideas. Parece sensato que en una sociedad democrática se debe garantizar la libertad de expresión y pensamiento y al mismo se deben establecer límites por los que el ejercicio de esta libertad no suponga una amenaza para la integridad de los demás.
Las cosas se complican siempre que dos derechos entran en conflicto. En particular, podemos ubicar dos problemas con el concepto de “discurso de odio”. El primero es que no contamos con una definición única y criterios inequívocos para identificar cuándo sí y cuándo no nos encontramos ante una manifestación de este tipo. El segundo es que tampoco hay un acuerdo sobre cuáles deben ser las consecuencias (sociales, penales, o administrativas) de las conductas que podemos calificar como “discurso de odio”. Los dos problemas están relacionados y tienen efectos en el debate público, que trataré de explicar a continuación.
LAS DEFINICIONES Y CRITERIOS
Para la organización Artículo 19, el discurso de odio es “una expresión que transita de la discriminación a la violencia hacia una persona o grupo de personas por las características que les identifican, como raza, orientación sexual, religión, opiniones políticas, identidad, entre otras”.
El artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José), señala en su fracción 5: “Estará prohibida por la ley toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo, inclusive los de raza, color, religión, idioma u origen nacional.”
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, consigna en su artículo 19 el derecho a la libertad de expresión, y en su artículo 20, las limitaciones a ese derecho: “1. Toda propaganda en favor de la guerra estará prohibida por la ley. 2. Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley.”
Podríamos continuar indefinidamente, pero por lo pronto concluimos que, si bien no existe una definición del término “discurso de odio”, que sea uniforme a través de la bibliografía académica, los debates públicos o las legislaciones internacionales, podemos reconocer algunas nociones comunes a su formulación general: (a) el discurso de odio es una acotación al derecho a la libre expresión, (b) el discurso de odio se identifica por la incitación a la violencia, la hostilidad o la discriminación y (c) el discurso de odio reproduce condiciones de opresión estructural, es decir, aquella que se basa en relaciones asimétricas entre categorías sociales: raciales, étnicas, religiosas, sexuales y de género, etc.
A pesar de que podemos reconocer estos criterios comunes a las distintas definiciones, lo cierto es que el carácter vago e impreciso de nociones como “discriminación” o “incitación a la violencia” nos permiten identificar o descartar como discurso de odio los casos extremos pero no es de mucha ayuda en los casos más cotidianos.
Por ejemplo, nadie dudaría que el llamado explícito a lastimar a un grupo religioso es discurso de odio y como tal debe ser sancionado -independientemente de que el acto de violencia física se consume o no-, pero en cambio no se consideró discurso de odio cuando el escritor Francisco Martín Moreno consignó en una entrevista: “Yo por eso propongo que si se pudiera regresar a la época de la inquisición yo colgaba a cada uno, no colgaba, quemaba vivo a cada uno de los morenistas en el zócalo capitalino, te lo juro”. Para algunos, el discurso de Martín Moreno, a pesar de ser una franca incitación a lastimar físicamente a sus adversarios políticos, no constituía discurso de odio porque no iba dirigido contra una minoría históricamente oprimida.
En suma, recurrir a criterios maleables para identificar algo como “discurso de odio” conlleva un riesgo de arbitrariedad, de modo que, por un lado, se podría denunciar como discurso de odio cualquier expresión que nos parezca incómoda, o bien se podría exculpar discursos abiertamente violentos por no cumplir con todos los criterios de la definición.
LAS CONSECUENCIAS
La segunda complicación es la falta de un consenso acerca de qué se debe hacer frente al discurso de odio, suponiendo que lo tengamos plenamente identificado. ¿Amerita sanciones penales, como multas o cárcel? ¿Justifica, por ejemplo, separar a las personas de sus puestos de trabajo, actuales o potenciales? ¿Basta con la supresión de la pieza de comunicación de los foros públicos, es decir, se repara con la censura? ¿Es suficiente con una sanción moral generalizada?
Si bien reconocemos que incitar al odio es un acto condenable, no sabemos en qué debe consistir la condena, y la complicación en gran parte deriva del punto tratado en la sección anterior: cuando estamos ante casos poco definidos, borrosos, o sujetos a distintas interpretaciones, se corre el riesgo de que incluso una penalización considerada menor sea injusta o excesiva y, por lo tanto, en la intención de proteger un derecho se termine vulnerando otro.
Estos dos problemas, por un lado, la vaguedad en los criterios que definen el discurso de odio, y por otro, la falta de un consenso sobre qué tipo de penalización amerita, han llevado a lo que parece un abuso sistemático del término en dos sentidos que llamaré sobreuso y enmascaramiento.
SOBREUSO Y ENMASCARAMIENTO
Hay un sobreuso del término cuando se emplea el concepto para calificar como “discurso de odio” a cualquier discurso público con el que no se esté de acuerdo. En este tenor, basta que alguien interprete una expresión como discurso de odio para denunciarla como tal, y con ello limitar el derecho de su emisor a la libre expresión, con las posibles consecuencias penales, civiles o morales que implique sancionarlo.
Al mismo tiempo, el temor a la penalización motiva que quienes defienden y reproducen ideologías supremacistas, discriminatorias y opresivas no lo hagan abiertamente, sino a través de discursos velados. Leopoldo Maldonado, director regional de la Oficina para México y Centroamérica de Artículo 19, afirma en una entrevista que, en última instancia, la controversia sobre el discurso de odio es el viejo problema sobre qué debe hacer una sociedad democrática con los intolerantes. Pregunta él: “¿Preferimos que los intolerantes estén agazapados? ¿Queremos convertir a los intolerantes en víctimas de la censura? ¿O preferimos exhibirlos y generar una contranarrativa?”.
El abuso del término para acallar opiniones incómodas implica también que quien se dice ofendido se presente como víctima de una estructura social opresiva, muchas veces sin serlo, o que se presente al emisor como un privilegiado en posición de poder, aunque tampoco lo sea. En 2016, Noam Chomsky advirtió acertadamente sobre los recursos de victimización que emplearía la campaña de Donald Trump para ganar la simpatía popular y desacreditar a sus oponentes: “se nos dirá que los varones blancos son una minoría perseguida”.
UNA DISTINCIÓN PRECLARA
En 1980, Noam Chomsky, junto con varios centenares de personas, firmó una carta en la que se instaba a las autoridades francesas a hacer “todo lo posible para garantizar la seguridad [de Robert Faurisson] y el ejercicio libre de sus derechos legales”. Faurisson, profesor de literatura en la Universidad de Lyon, había escrito un libro y dado diversas entrevistas en medios públicos en los que abiertamente negaba el holocausto. Varias veces fue encontrado culpable de difamación e incitación al odio racial. A las sentencias formales de pasar meses en prisión y pagar multas económicas se sumaron múltiples amenazas de daño físico y acoso. A pesar de su defensa férrea de los derechos de Faurisson, Chomsky jamás defendió la negación del holocausto, y por el contrario, es conocida su postura de despreciar a quienes abordan el tema diciéndoles que se trata de un debate deshumanizante. Repudiar a los negadores del holocausto y al mismo tiempo defender su derecho a expresarse para Chomsky nunca fue una contradicción, sino por el contrario, un acto de congruencia con su compromiso con las libertades civiles.
En el texto “His Right to say it” Chomsky expone: “Es elemental que la libertad de expresión (incluyendo la libertad académica) no debe restringirse a los puntos de vista que uno aprueba, y que es precisamente en los casos de opiniones que son casi universalmente despreciadas y condenadas que este derecho debe ser más vigorosamente defendido. Es muy fácil defender lo que no requiere defensa o unirse a la condena unánime (y a menudo justificada) de la violación de los derechos civiles por parte de un enemigo oficial”.
Me parece que esta cita resume bien la única distinción que parece prístina en todo este embrollo: la que hay entre defender el derecho de una persona a expresar sus opiniones y el defender las opiniones mismas. Nada le ha hecho más daño al debate público que la idea de que hay temas de los que no se puede hablar. No todos estamos obligados a hablar de todo, pero todos deberíamos defender el derecho de los demás a hablar de lo que quieran, y ese derecho trae implícito el derecho de rebatirlos cuando sea necesario.
No faltará quien después de leer (o no leer) este texto o cualquier otro que llame a analizar crtíticamente el concepto de “discurso de odio” y su aplicación en el debate cotidiano, acuse a sus autores de hacer apología de este tipo de expresiones. Antes de sumarnos a la condena por poner temas en la mesa, o de asumir posturas inamovibles que después se vuelcan contra nuestro propio derecho a opinar, propongo continuar esta discusión teniendo en cuenta lo que está claro, lo que es confuso y algo que se defiende por principio: que la libertad de expresión es nuestra más noble y eficaz herramienta contra las ideologías opresoras, y que, si bien hay razón en quienes consideran que no debe ser irrestricta, también vale la pena asumir una postura crítica ante los intentos por limitarla.