Presupuesto aprobado y sector agropecuario

El Presupuesto de Egresos de la Federación para 2019 (PEF), aprobado por la Cámara de Diputados, se ha definido como “redistributivo”, “orientado al desarrollo social” y/o “asistencialista”. El proyecto que envió el Ejecutivo fue sujeto de severas críticas y protestas por los recortes a recursos y programas vinculados con universidades, cultura, medio ambiente y al sector agropecuario, entre otros, lo que requirió que el Legislativo hiciera modificaciones: desde inventarse ingresos adicionales por una supuesta eficiencia recaudatoria, de poco más de $23 mil millones de pesos, hasta reasignaciones por cerca de $40 mil millones para corregir los “errores de dedo”, que implicaron reducir los presupuestos al Poder Judicial y a varios de los organismos autónomos, así como al pago de adeudos fiscales de ejercicios anteriores (Adefas). Los saldos: reducción de gasto en programas y dependencias para acomodar las prioridades y promesas de campaña, como era lógico que ocurriera; restricciones al Poder Judicial y a las instituciones fuera del control gubernamental lo que, como se señaló en este espacio, minará su autonomía; y posposición de pagos a proveedores del gobierno.

Para el sector agropecuario, a pesar de que se incrementó el PEF aprobado para la Secretaría de Agricultura en relación con la propuesta original, en $8,092 millones de pesos (al pasar de $57.3 a $65.4 mil millones), en 2019 ejercerá el presupuesto más bajo desde 2008 y 14.5% inferior al autorizado para el año anterior (10.4% en términos reales). Si bien es claro que hay espacios para reducir e incrementar la eficiencia del gasto público en el sector, resultan preocupantes los cambios de dejar de apoyar la generación de bienes públicos e impulsar actividades productivas y canalizar la mayoría de los recursos a programas de supuestos “apoyos al desarrollo rural” de muy dudoso impacto y efectividad. En ese sentido, de acuerdo con el reporte de Grupo Consultor en Mercados Agrícolas, se recortan los recursos a investigación y transferencia de tecnología agrícola (en 62%), mejoramiento de suelos y agua (62%), acceso a financiamiento (71%), sanidades (57%, aunque se repuso el componente de acciones complementarias), sistemas de información al productor (47%), aseguramiento agropecuario (56%), extensionismo (50%) y apoyos para activos productivos (67%).

En contraste, se rescatan del pasado programas que probaron ser altamente distorsionantes para los mercados o que, al otorgar apoyos sin fines productivos ni establecer condiciones específicas, representaron grandes desperdicios de recursos. En el primer caso, están el de precios de garantía para productos básicos ($6 mil millones de pesos) y el de adquisición de leche (casi $500 millones). En casi todo el mundo, esos esquemas se han eliminado y sustituido por otro tipo de apoyos. En el segundo caso se ubican el programa de crédito ganadero a la palabra ($4 mil millones), que hace recordar el desastre de Banrural, y el nuevo programa de fertilizantes ($1.5 mil millones), cuyos antecesores se prestaban a una sobreutilización en el campo con graves efectos contaminantes en suelos y aguas, así como a corrupción; sólo hay que ver programas similares administrados por algunos gobiernos estatales.

Por último, aparentemente otros programas sólo fueron rebautizados —una estrategia que han seguido todas las administraciones federales y que sólo se presta a confusiones en los productores— como “desaparecer” Proagro Productivo (antes Procampo) y que parece será reemplazado por el programa “Producción para el Bienestar”, que tiene una asignación de $9 mil millones de pesos, cifra similar a la de Proagro en 2018, o el de apoyos a la comercialización ahora denominado “Agromercados Sociales y Sustentables”.

En todo caso, será fundamental conocer las nuevas reglas de operación de cada programa para evaluar con detalle sus alcances e implicaciones, pero el panorama no pinta bien.

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