El riesgo de la narcopolítica
Por Gustavo de Hoyos Walther
De acuerdo con múltiples testimonios, durante el proceso electoral del año pasado bandas criminales amenazaron a varios candidatos de oposición para que abandonaran la competencia o dejaran de hacer campaña.
Thomas Hobbes escribió en el Leviatán que la vida humana en el estado de naturaleza (o de de condición natural) era solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta. Ese retrato de la vida humana fuera de la civilización nos debe recordar porqué la primera obligación de un Estado es la de garantizar la seguridad de sus gobernados.
Un Estado que se precie de serlo no debe, bajo ninguna circunstancia, perder el monopolio de la fuerza legítima, pues si así fuese, los ciudadanos estarían a merced de bandas que harían la vida humana parecida al retrato hobbesiano.
Desgraciadamente ese parece ser el caso en varias regiones del México de hoy. La reciente gira del Presidente Andrés Manuel López Obrador a Sinaloa dejó ver la manera en que grupos del crimen organizado, alrededor del tráfico de drogas, parecen controlar territorios donde el Estado ha perdido soberanía.
Pero el problema ahora es mayor. Estos grupos han decidido intervenir en comicios electorales en varias regiones del país. El preocupante fenómeno ocurrió durante las elecciones del 2021.
De acuerdo con múltiples testimonios, durante el proceso electoral del año pasado bandas criminales amenazaron a varios candidatos de oposición para que abandonaran la competencia o dejaran de hacer campaña. Eso ocurrió, con toda seguridad, en el caso de la candidata de la coalición Va por México en Valle de Bravo y también en varias elecciones municipales en Sinaloa.
Pero esto no fue todo: estrategas políticos en tierra de varios partidos y organizaciones fueron amedrentados en su domicilio para que no realizaran sus labores en los días inmediatos y el propio de la jornada electoral. A su vez, las estructuras del narcomenudeo movilizaron electores e incluso pagaron a quienes votaron por el oficialismo.
Todo esto sólo se explica por la pasividad manifiesta por parte de las autoridades de seguridad pública federales y de entidades como Sinaloa, Sonora, Quintana Roo, Baja California Sur y Michoacán, que prácticamente abandonaron todo intento de hacer cumplir la ley.
No cabe duda que la actuación de agentes del crimen organizado ligado al narcotráfico constituye una gran amenaza al proceso democrático en México. Su interés en lo público ahora no solamente ocurre durante los procesos electorales, sino que va más allá.
Al ofrecer o imponer “sus servicios”, estos grupos buscan algo a cambio, como una recompensa por su intervención en las elecciones.
Es conocido cómo algunas de estas bandas imponen a personas de su confianza como encargados de la seguridad pública a nivel municipal e incluso a nivel estatal. Esto sería por sí mismo algo muy grave y alarmante.
Pero su influencia ya ha llegado a límites intolerables en una democracia liberal y republicana. Se sabe que muchos de estos grupos delincuenciales han llegado incluso a pedir un porcentaje de plazas en gobiernos municipales y participación en las asignaciones de la obra pública y de las compras del Gobierno.
Nunca como ahora México ha estado más cerca de tener verdaderos narcogobiernos. Aquí ya no estamos hablando metafóricamente. Llamarles así es una descripción precisa de lo que son, cómo operan y quién impone las decisiones.
La narcotización de la política sólo puede ocurrir cuando hay una connivencia entre el Gobierno federal y el crimen organizado. A lo largo de los años, esa tesis se ha fortalecido.
En lugar de intentar quebrar esta relación tóxica el Presidente Andrés Manuel López Obrador ha insistido en proseguir con su política de “abrazos no balazos”, a pesar de que, de acuerdo con todas las mediciones, no ha resuelto, y quizás ha agravado, el problema de la seguridad. El Presidente incluso ha dicho recientemente que los criminales merecen el mismo respeto que sus víctimas y los ha defendido a expensas de las fuerzas armadas. Se equivoca de manera monumental. No puede permitirse que el poder de la fuerza del Estado sea desafiado o sometido por otra fuerza de hecho, ilícita por definición y violenta por convicción.
Los criminales merecen que se les procese de acuerdo al estado de derecho, pero no tienen derecho a la impunidad.
Ya es tiempo de que ante el fracaso rotundo de la política pseudo-pacifista de López Obrador, el Estado garantice, de una vez por todas, las condiciones de paz, seguridad y gobernabilidad que se le exigen.
Habrá que estar pendientes de que la participación del crimen organizado no se manifieste en el proceso electoral del 2022, cómo lo hizo grotescamente en 2021.
Es un paso adelante el que los presidentes nacionales del PAN, el PRI y el PRD hayan visibilizado el problema y exhibido información sobre la influencia del crimen organizado en las elecciones ante la OEA en 2021. Más recientemente, un grupo plural de Senadores de la República acudió en mayo de 2021 al mismo organismo de concertación panamericana, para mostrar su preocupación por lo que podría pasar en las elecciones de junio del 2022.
Es hora de que los actores políticos entiendan que a todos nos interesa por igual lograr que el crimen organizado deje de inmiscuirse en los asuntos de la vida pública, que sólo compete a los ciudadanos y a sus representantes legítimos. De otra manera, no habrá un México viable en términos de democracia y paz social.