Luis Cardoza y Aragón
Por Alejandro De la Garza
“Durante años los libros de Cardoza fueron un íntimo tesoro personal para cada uno de sus lectores, un secreto a voces, un hallazgo magnífico e individual que alentaba miradas cómplices y sonrisas enigmáticas entre aquellos escogidos que lo leían a fondo y ardían con él”.
El alacrán recuerda vivamente aquella tarde otoñal del 92, cuando la noticia ya sospechada, intuida como una desdicha irrecusable, no dejó de pasmarlo. En ascuas escuchó entonces de la muerte del escritor, ensayista y poeta, y toda la intensidad fulgurante trasminada por su escritura vibró por un instante en su cuerpo.
El venenoso nunca pudo —o nunca se atrevió— a escribir sobre este guatemalteco de México y Latinoamérica, de Europa y del mundo, y sólo a su muerte pudo garabatear —para un diario hoy medio olvidado— unas líneas tan orgullosamente admirativas como incapaces. A Cardoza lo escuchó en varias conferencias y, un poco intimidado, llegó a cruzar dos o tres frases formales con él en presentaciones de libros y en algún encuentro fortuito, pero sin conocerlo personalmente y sin el privilegio de su enriquecedora amistad, la cual disfrutaban con envidiable fruición varios queridos amigos del escorpión. Lo leyó y lo releerá siempre, una y otra vez, para ser tocado por el fuego helado de su inteligencia y su sensibilidad radicales. Al amparo de sus lecturas, el escorpión siempre termina con la sensación apuntada hace muchos años por el poeta Luis Miguel Aguilar sobre Cardoza: quien quiera presenciar y disfrutar este prodigio, que venga a leer por él mismo.
Las numerosas obras de Cardoza son claves inapreciables para comprender y vivir la cultura mexicana, americana y universal del siglo XX. Pero quien lo lea deberá pagar su curiosidad y acatar con honestidad su compromiso, porque recibirá una descarga electrizante, un impacto revelador o transformador que sacudirá y cuestionará su vida toda, sus ideas sobre la cultura y la pintura, sobre el arte y la literatura, sobre la poesía y la escritura mismas e, incluso, sus concepciones políticas, su vida personal y hasta sus sueños. El arácnido nunca olvidará un mes de verano que pasó sólo y encerrado al fondo de su nido, hipersensible, discutiendo consigo mismo y cargado de fantásticas pesadillas y visiones, leyendo y releyendo El río, esas cardozianas novelas de caballería, esforzándose por navegar en ese torrente fluvial, surtidor inagotable de maravillas.
Durante años los libros de Cardoza fueron un íntimo tesoro personal para cada uno de sus lectores, un secreto a voces, un hallazgo magnífico e individual que alentaba miradas cómplices y sonrisas enigmáticas entre aquellos escogidos que lo leían a fondo y ardían con él. Hacia los años ochenta, la fuerza de su inteligencia y su imaginación razonante, su sensibilidad compleja y cultísima, su vitalidad irrefutable, fueron esparciendo el secreto: uno de los mejores poetas de habla hispana del siglo XX vivía precisamente aquí, modesta y calladamente, en un callejón florido de Coyoacán en la Ciudad de México. Su prestigio creció siempre de manera subterránea, honda, llegando a las raíces y nutriéndolas, entonces hubo que recobrar sus libros, sus poemas de Luna Park y Malestrom, sus prosas marinas como La Pequeña Sinfonía del Nuevo Mundo y Elogio de la Embriaguez, su espléndido ensayo sobre Orozco y los muralistas, sus visiones profundas y comprometidas sobre los indígenas y el arte antiguo —como denominaba a las obras prehispánicas—, su inolvidable monografía Guatemala. Las líneas de su mano, sus textos sobre artistas plásticos contemporáneos en la colección OJO/VOZ y sus ensayos sobre Jorge Cuesta, Alfonso Reyes o Antonín Artaud.
Y hubo también que navegar nuevamente El río en una travesía siempre diferente, siempre nueva y enriquecedora. En el año de su fallecimiento, Cardoza publicó un libro destellante, Miguel Ángel Asturias. Casi una novela, lección de rigor, imaginación, arte y crítica. Y aun otro volumen, Tierra de belleza convulsiva, en donde reúne notas críticas, colaboraciones y ensayos periodísticos todavía hoy modernísimos y vigentes. En este libro, Cardoza recorre los nervios fundamentales de la cultura mexicana —con la renovada lucidez que la distancia y el tiempo sólo ratifican y hacen más notable—, para iluminar nuestros constantes temas de discusión: identidad, nacionalismo, arte indígena, vanguardias del siglo XX, arte poética, artes plásticas, muralismo, literatura nacional, crítica literaria, capitalismo, socialismo…
Casi como un testamento, se editó también privadamente ese año su último libro: El Brujo, límpida hechicería literaria, sabio sortilegio poético, potencia de su imaginería razonante, registro electro-encéfalo-cardiaco de visiones e inteligencias, síntesis vital y enciclopédica en aforismos, estrofas, versos y prosa poética. En su hermosa edición de pastas negras, su escritura es exactamente “pura brujería”, dijo Cardoza.
El arácnido lo vio por última vez en la Casa de la Cultura de Coyoacán durante la presentación de su libro sobre Asturias. Era el verano del 92 y Cardoza sabía que el río de su vida se acercaba al mar, se preparó concienzuda y rigurosamente para no dejar ni un cabo suelto, ni un hilo pendiente. Su lección de vida y arte están ahí. Como escribió alguna vez Hermann Bellinghausen, hace mucho que Luis Cardoza y Aragón, El Brujo, vive para siempre. ¡Vengan a leer por ustedes mismos…!