AMLO, dos iglesias y la narcoviolencia
Por Pedro Mellado Rodríguez
“La fuerza y la violencia del Estado, por muy legítimas que sean, no pueden ser la única solución, mientras no se resuelvan, de fondo, las causas que han incubado tan pernicioso mal”.
La marginación, la pobreza, la desesperanza y el desprecio por el destino triste de los más desventurados se profundizaron durante décadas, al mismo tiempo que en las cumbres del poder político y económico, adquirieron carta de naturalización la corrupción, las complicidades, las ambiciones desmesuradas, los abusos y la violencia, que alimentaron y fortalecieron al monstruo que creció con la malsana fortaleza de la peor de las calamidades.
En los barrios pobres de las ciudades proliferaron las narco tienditas y en los campos abandonados a su suerte crecieron los cultivos de mariguana y amapola que envenenaron a varias generaciones de jóvenes y alimentaron la ambición mezquina y desorbitada de quienes fueron anegando con sangre todas la regiones del país.
Como respuesta a un desventurado conjuro, se desencadenaron, con justificado dolor y angustia, los frenéticos demonios del rencor, la injuria y los airados reclamos, luego del asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar, ultimados a balazos por un presunto pistolero del Cártel de Sinaloa, en su parroquia del pueblo de Cerocahui, del municipio de Urique, en Chihuahua, el lunes 20 de junio del 2022.
En reclamo por esas muerte, los obispos católicos que integran la Conferencia del Episcopado Mexicano, publicaron el jueves 23 de junio del 2022 un pronunciamiento denominado “Mensaje de los Obispos de México por la Paz”.
Advierten los obispos católicos: “El crimen se ha extendido por todas partes trastocando la vida cotidiana de toda la sociedad, afectando las actividades productivas en las ciudades y en el campo, ejerciendo presión con extorsiones hacia quienes trabajan honestamente en los mercados, en las escuelas, en las pequeñas, medianas y grandes empresas; se han adueñado de las calles, de las colonias y de pueblos enteros, además de caminos, carreteras y autopistas y, lo más grave, han llegado a manifestarse con niveles de crueldad inhumana en ejecuciones y masacres que han hecho de nuestro país uno de los lugares más inseguros y violentos del mundo”.
Agregan: “Ante la gravedad de los hechos, hacemos un llamado al Gobierno Federal y a los distintos niveles de autoridades, en consonancia con el pronunciamiento que se ha realizado desde el Senado de la República: es tiempo de revisar las estrategias de seguridad que están fracasando. Es tiempo de escuchar a la ciudadanía, a las voces de miles de familiares de las víctimas, de asesinados y desaparecidos, a los cuerpos policiacos maltratados por el crimen”.
Señalan además los obispos católicos en su pronunciamiento: “Es tiempo de escuchar a los académicos e investigadores, a las denuncias de los medios de comunicación, a todas las fuerzas políticas, a la sociedad civil y a las asociaciones religiosas. Creemos que no es útil negar la realidad y tampoco culpar a tiempos pasados de lo que nos toca resolver ahora. Escucharnos no hace débil a nadie, al contrario, nos fortalece como Nación”.
Un eco distante, lejano, pero no menos doloroso, trajo las palabras de un pronunciamiento sobre el mismo asunto, con la misma urgencia, pero con un lenguaje diferente, aunque surgido de la misma iglesia.
El 3 de junio del 2005, firmado en Monterrey, Nuevo León, la agencia católica de información Zenit, publicó un pronunciamiento de los obispos de la Región Pastoral Noreste de la República Mexicana, intitulado “Narcotráfico y Violencia Social”. Transcurría el quinto año de Gobierno del panista Vicente Fox Quesada.
Advertía el despacho informativo que en años recientes los estados de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, así como la región de la huasteca de San Luis Potosí, habían sufrido una oleada de violencia, producto del “reacomodo” de las bandas de narcotraficantes y el aumento del tráfico de drogas hacia los Estados Unidos.
Los Obispos de la Región Noreste de México describían ya, desde hace 17 años, un panorama desolador: “Como parte que somos de la sociedad, compartimos con los demás habitantes de estos pueblos y ciudades el ambiente de tensión, de inseguridad, de temor y desconfianza que provocan las acciones violentas. Nos referimos a las cada vez más frecuentes ejecuciones de civiles, de autoridades, de ex funcionarios públicos y de periodistas; además, ‘levantones’, secuestros, irrupciones en domicilios particulares o lugares públicos”.
Hacían un severo reproche a los excesos de fuerza y violencia del mismo Estado: “Los operativos de parte de los cuerpos de seguridad y del ejército, con despliegues espectaculares, generan en el estado de ánimo de la población zozobra, sensación de impotencia, desánimo y desconfianza en las autoridades; por otra parte, dichos operativos no resuelven convincentemente un problema que continúa creciendo como una espiral demoledora, que masacra de múltiples maneras a las personas, a las familias, y de un modo particular a los jóvenes y a los niños”.
Pronunciaban también un firme reclamo a la complicidad y corrupción de autoridades: “Lamentamos que en las calles de nuestras ciudades, en los ejidos y pequeñas poblaciones se acrecienten los espacios que sirven a lo que se conoce como el ‘narcomenudeo’, sean tienditas o domicilios particulares. También es deplorable que, sea por necesidad, por ignorancia o por ambición de dinero, siga incrementándose el número de personas que se prestan al tráfico de estupefacientes, y lo más grave es que algunas autoridades se hagan cómplices para que tanto el tráfico, como la distribución se realicen impunemente”.
Reflexionaban los obispos católicos del noreste de México: “Solamente la conversión a Dios nos lleva a tener conciencia de las consecuencias graves que tiene la colaboración con el narcotráfico, sea por acción o por omisión. Por acción colaboran quienes producen las drogas, quienes las transportan, quienes las distribuyen, quienes las consumen, quienes lavan el dinero producto del narco, quienes en el ejercicio de la autoridad impunemente permiten que se realicen todos estos actos. Por omisión son cómplices quienes no denuncian y quienes teniendo la responsabilidad de aplicar la ley, no lo hacen”.
Reconocía que la violencia no era la respuesta para combatir y extirpar el mal, pues había y hay otras causas profundas: “En esta lucha contra el narcotráfico reconocemos también, que la conversión debe llegar a tocar las estructuras de desigualdad social y de exclusión que son de por sí, estructuras violentas, que propician desempleo, bajos salarios, discriminación, migración forzada y niveles inhumanos de vida. Todo esto hace vulnerables a muchas personas ante las propuestas de los negocios ilícitos”.
Los obispos hacían un exhorto a las autoridades: “La misión de la autoridad es proteger a la sociedad de este mal, que es un problema de seguridad pública y de salud social. También es necesario que se instrumenten procedimientos que den seguridad a quienes denuncian estos ilícitos. Las autoridades han de tener en cuenta que una de las raíces de este problema, que a ellas les toca solucionar, es la desigualdad social, que niega oportunidades de desarrollo a la mayor parte de la población, y la coloca en la tentación de enajenarse en las adicciones y encontrar una fuente de trabajo en el crimen organizado”.
También planteaban un reclamo a empresarios y banqueros: “Los exhortamos para que renuncien a toda tentación de lavado de dinero y no separen las exigencias éticas de la administración económica, pues el dinero proveniente del narco, es un dinero manchado y carga con la responsabilidad de la enfermedad y la muerte de miles y miles de hombres y mujeres”.
El documento lo firmaban 11 obispos, entre otros, el entonces arzobispo de Monterrey, José Francisco Robles Ortega; Raúl Vera López, Obispo de Saltillo; Ricardo Watty Urquidi, Obispo de Nuevo Laredo; Luis Dibildox Martínez, Obispo de Tampico; Roberto O. Balmori Cinta, Obispo de Ciudad Valles y Faustino Armendáriz Jiménez, Obispo de Matamoros.
Es el mismo obispo Robles Ortega, ahora Cardenal y Arzobispo de Guadalajara, quien el pasado domingo 26 de junio del 2022 denunció que en un viaje que realizó esa semana a la zona norte de Jalisco, en los linderos con el estado de Zacatecas, fue detenido en dos ocasiones en retenes instalados por integrantes de bandas del crimen organizado.
Explicó el jerarca católico: “Fui detenido por retenes, y obvio que son retenes del crimen organizado y le exigen a uno decir de dónde viene, a dónde va, a qué se dedica y qué hace (…) lo que yo digo es por qué, con qué autoridad un grupo del crimen organizado te obstruye, te detiene y te investiga”.
Y fue reiterativo: “Eso es lo ordinario, no es la primera vez que pasa y están establecidos esos retenes ahí, con armas gruesas, con armas largas (…) Es lamentable el clima de violencias que se percibe”.
El Gobernador de Jalisco Enrique Alfaro negó que hubieses retenes del crimen organizado en la entidad y le reprochó al cardenal Robles Ortega que hubiese hecho una denuncia que consideró simplemente mediática.
Dos visiones contrastadas del mismo mal, en una misma iglesia. Un mal que se enraizó durante los gobiernos de los panistas Vicente Fox Quesada y Felipe de Jesús Calderón Hinojosa; que profundizó sus tentáculos durante la administración priista de Enrique Peña Nieto y que ha madurado, terriblemente vigoroso, en el sexenio de López Obrador.
La fuerza y la violencia del Estado, por muy legítimas que sean, no pueden ser la única solución, mientras no se resuelvan, de fondo, las causas que han incubado tan pernicioso mal, al propiciar que miles de jóvenes sin esperanza ni ventura queden atrapados en sus perniciosas redes, donde son envilecidos por el dinero fácil de una riqueza efímera, de un perverso poder muy temporal y de una violencia salvaje, deshumanizada.