Un litigio que nos dejará temblando

Una previsión constitucional bien clara y con un propósito loable, tiene que ver con la prohibición tajante de los monopolios y las facultades del Estado para prevenirlos, perseguirlos y sancionarlos. El acaparamiento de la producción de bienes o servicios en cualquier mano es negativo para la economía, no sólo para la economía nacional, sino para la de cada mexicano en lo individual.

Es en ese sentido que merece la pena hacer una visión retrospectiva de uno de los espíritus que guiaron la construcción de acuerdos y la consolidación de algunas reformas a la propia Carta Magna en la primera mitad del sexenio pasado, durante la firma y puesta en operación del Pacto por México. El proceso logró el establecimiento de reglas encaminadas a la erradicación de algunos monopolios… por lo menos en papel.

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Con motivo de la reforma al artículo 6º constitucional en materia de telecomunicaciones, el gobierno de Peña Nieto sentó las bases para la eliminación del poder preponderante que empresas establecidas en telecomunicaciones y radiodifusión venían ejerciendo a lo largo del tiempo. Así, se establecieron las bases para que se disminuyeran a cero las tarifas de interconexión y se incorporaron políticas obligatorias de must carry y must offer a cargo de compañías de televisión restringida, para buscar la consolidación de un auténtico mercado de las telecomunicaciones.

El proceso de reforma constitucional en el ámbito económico no se agotó con la eliminación de monopolios privados, también se incorporó una magna reforma al artículo 27 constitucional en materia de energía, con la finalidad de transformar la naturaleza de los monopolios del Estado y concederles a Pemex y CFE la calidad de empresas productivas, que incursionarían en el ámbito de la competencia económica para beneficio de la productividad y reconducción de los presupuestos, que propiciarían mejorar su propio desempeño y la recuperación de recursos que se destinarían a la atención de otros ámbitos esenciales de la vida de todos los mexicanos.

Esta última no se antoja como una intención constitucional descabellada, ya que a lo largo de la historia hemos podido constatar el mal papel que juega el Estado en la administración de los negocios, sin dejar de apreciar la fuente de corrupción que los monopolios oficiales representaron en terrenos tan sensibles como el electoral, por mencionar alguno.

Pero debemos de aceptar que la reclasificación de los monopolios del Estado y la apertura a la concurrencia del capital privado debe de verse con especial atención: la privatización de la telefonía y de los ferrocarriles, por mencionar tan sólo dos procesos privatizadores igualmente relevantes, provocaron un acaparamiento de mercado que resultó tan o más nocivo que las actividades desplegadas por el gobierno mismo en esas áreas: a lo largo de las últimas décadas, los mexicanos hemos pagado sobrecostos por los servicios proporcionados por los nuevos concesionarios, en telefonía o en transporte, que carecen de sentido si se toma en cuenta que la infraestructura desplegada para que ambos funcionen, fue originariamente construida y pagada por generaciones enteras de compatriotas.

Afortunadamente, en materia de energía eléctrica la reforma fue cuidadosa, porque a pesar de que se incorporaron modificaciones a la estructura normativa que facilitan la inversión privada en la generación y la comercialización de la energía, se reservaron ciertos ámbitos como la distribución y transmisión de energía a favor de la empresa productiva del Estado, que en ese sentido sigue gozando de cierta exclusividad constitucional en actividades directamente asociadas a la infraestructura energética básica: el tendido eléctrico. Esto debe de significar que la red nacional de fluido de la que depende dicha distribución, es y debe de seguir siendo propiedad de los mexicanos.

Defender ese espíritu de la reforma constitucional me parece un propósito patriótico, legítimo y auténtico, y esa debería de ser la interpretación que deba concederse a la Constitución y a los tratados internacionales celebrados con apego a ella. No debe incurrirse en el error de deshacer un monopolio del Estado para crear un monopolio entre particulares, como ya nos sucedió.

El problema que se presenta tiene que ver con la interpretación de las figuras que contempla la ley en torno del capital privado. La administración podría haber tenido que ver con la expedición de incontables permisos que podrían incorporar cláusulas que, por medio de una simulación y aprovechamiento inapropiado de derechos, facilitan el traslape entre las actividades de los particulares y aquellas que son exclusivas de CFE, en deterioro de la última. La reglamentación de la ley y la expedición de actos concretos a favor de los particulares, no pueden ser utilizados como caminos para privatizar la actividad de distribución y transmisión que constitucionalmente le pertenecen a la CFE, ni pueden facilitar el abuso indebido del derecho en contra de esa frontera, de la cual depende el mantenimiento de la infraestructura que soporta el sistema eléctrico nacional.

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A través de la inclusión de modificaciones a la ley que le confieren herramientas al Estado para retrotraer la reforma eléctrica, el gobierno no ha sabido identificar bien el objetivo al cual se dirige y mucho menos comunicarlo; no existe un propósito bien determinado que permita reconocer cuál es el límite en el que desea fincar sus fronteras, y deja abierta la posibilidad para caminar hacia terrenos estatizadores que evidentemente significarían una afectación a los intereses privados legítimamente ya empeñados y en caminos del desarrollo.

El péndulo oscila entre el abuso del derecho de los particulares y el abuso del derecho por parte del Estado.

El desorden y la incapacidad para entender cuál es la óptica desde la cual se debe de entender la reforma constitucional en materia energética proyectada desde el sexenio pasado, aparejada a una visión regresiva de una industria eléctrica que está urgida de modernización, tienen a México colocado en un litigio terriblemente peligroso para el país, no sólo por el costo económico directo al que podría ser condenado, sino por el riesgo mayor de que el capital deje de fluir en el sendero de la consolidación de mayores cadenas productivas para Norteamérica, o por la posibilidad indeseable de que el acuerdo de integración económica con los Estados Unidos de América y Canadá sufra algún descalabro.

Ojalá que los abogados a quienes competa defender a México en las consultas propuestas por nuestros principales socios comerciales les vengan ideas suficientes a favor de la manera en que la ley debe reglamentarse y aplicarse, porque una mala defensa, a pesar del buen ritmo que nos produce la cumbia de Chico Ché, vaya que sí nos dejará temblando.

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