Amar, cuidar, buscar
Por Sandra Lorenzano
El Colectivo es una familia, es una familia en donde encontramos comprensión, donde encontramos palabras, un hombro donde apoyarnos, donde la unión hace la fuerza para que nos escuchen, donde nuestra voz es escuchada, porque a una sola nos ignoran.
Cuidar puede ser a veces una pequeña luz en la oscuridad, puede ser el modo de construir un mínimo asidero a la vida. Cuidar una ausencia. Cuidar con el corazón desgarrado. Sacar fuerzas del dolor para ganarle la batalla a las sombras. En un país sembrado de fosas clandestinas, de “cuerpos sin nombre y de nombres sin cuerpo” , de hijas e hijos, madres y padres, hermanas y hermanos que nunca regresaron a casa, el cuidado de una última llamita de esperanza es también, y a pesar de todo, el cuidado de la vida.
Con pandemia o sin ella, no hay instante en que se detenga la búsqueda de los seres queridos. La página de la Comisión Nacional de Búsqueda de la Secretaría de Gobernación habla, en mayo de 2022, de 93 mil personas desparecidas en nuestro país. ¡Son las cifras oficiales! En el artículo “100 mil desapariciones: claves para desentrañar esta tragedia”, Marcela Turati, Efraín Tzuc y Thelma Gómez Durán, escriben:
Cien mil personas faltan en sus propias vidas, le faltan a sus familias, le faltan a su comunidad, le faltan a la sociedad. (…)
Toda desaparición es una catástrofe. Es una mamá que deja su propia vida para dedicarse a buscar a la hija o hijo ausentes. Es un maestro que no vuelve a dar clases. Son varios hermanos que abandonan los estudios porque les arrebataron al papá. Es una casa con un cuarto vacío, intacto, transformado en memorial. Es una milpa sin arar. Es una familia condenada a la tortura de buscar, y acosada por las enfermedades que se alimentan de la incertidumbre y la impunidad. Las desapariciones son el miedo que se cuela como niebla y carcome el tejido social.
Frente a esta catástrofe, Antígona está aquí, entre nosotros, con una pala, con una varilla, con una cubeta, con un pequeño cepillo para quitarle el polvo a un hueso recién hallado. Es el nuestro un país de Antígonas, miles y miles de ellas, que buscan los cuerpos de sus seres queridos. Como escribe Sara Uribe en Antígona González: “…todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos”,
Magdalena es sobre todo la madre de Jesús. Ese chico, apenas adolescente, que una mañana cualquiera se despide de ella en un pueblo de polvo y huizaches, de silencios antiguos, diciéndole que se va con su amigo Rigo “al otro lado”. Jesús comienza entonces a caminar hacia una frontera que es a la vez espejismo, esperanza y condena, y sólo voltea un momento para decirle adiós con la mano. “Quién sabe al decir esa palabra –adiós- cuánta separación nos aguarda.”, había escrito el poeta ruso Osip Mandelstam. Éstas son las escenas iniciales de la película “Sin señas particulares” (2020).
Cuando se sabe que Rigo ha sido asesinado, y de Jesús no hay ninguna noticia -ni huellas, ni rastros, ni cuerpo- comienza la pesadilla para Magdalena. Buscar a su hijo se vuelve, como para tantas madres, el único motor de vida ante la angustia de la desaparición.
El horror es no tener certeza de qué ha sucedido con nuestro ser querido: ¿está vivo, está muerto, vive esclavizado en algún lado, lo han torturado?
Ante la pregunta de cómo contar esta pesadilla, cómo hablar de la violencia, de las muertes, de los desaparecidos que cubren nuestro país, Fernanda Valadez, directora del film, y Astrid Rondero, productora -una excepcional “mancuerna creativa”, como la llaman ellas- eligen el despojamiento: un paisaje rural austero y silencioso, pocos diálogos, el dolor expresado en el rostro de la madre -la gran actriz Mercedes Hernández-. Y logran, a partir de estos pocos elementos plantear algunas de las preguntas éticas más brutales que atraviesan nuestra sociedad. ¿Hay modo de huir del horror? ¿Qué pasa con quienes quedan de este lado de la realidad? ¿Adónde se van los que se van?, como cantaba Liliana Felipe en una conmovedora canción sobre las personas desaparecidas. ¿Quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios? ¿Cómo se narran -se pintan, se bailan, se ponen en escena- las ausencias?
Así como sabemos que la gran mayoría de personas que buscan a sus seres queridos son mujeres, quizás sean las creadoras quienes respondan con mayor sutileza y profundidad a las preguntas que nos atraviesan. Son ellas las primeras en dejar de lado el relato “épico” (o contra-épico) de la violencia para centrarse en la cotidianeidad de las y los sobrevivientes, también víctimas en esta cadena de horrores que abre la desaparición de una persona.
Crónica, periodismo narrativo, poesía, teatro, cine, danza, instalaciones, novelas, hechas por mujeres, exploran ese cruce entre observación, testimonio, empatía, historia y creación, en el que la ética y la estética se suman construyendo un claro lugar político de respeto y cuidado por los demás. Pienso en las obras de Daniela Rea, de Marcela Turati, de Paula Mónaco Felipe, de Tatiana Huezo, de Fernanda Melchor, de Sara Uribe, de Cristina Rivera Garza, de Perla de la Rosa, y de tantas otras creadoras.
Pero, ¿sirve de algo contar las heridas de nuestra realidad? ¿Podemos contarlas? ¿Debemos hacerlo? ¿Para qué? ¿Desde dónde? ¿Para quiénes? Escribe Ileana Diéguez en el excepcional libro Cuerpos sin duelo
“Ninguna palabra, ninguna obra de arte puede remediar la pérdida de un ser querido. Cuando hay ausencia de justicia no hay restitución ni consuelo. Esta escritura no ha sido pensada desde ninguna creencia de restitución. En todo caso, estas páginas son incómodas y desde ese lugar incómodo molestan, mientras asistimos, de cerca o de lejos, a la carnicería humana.”
Vivimos en una tierra inclemente. “¿Qué país es éste, Agripina?”, le preguntaba aquel hombre a su esposa, sentada en la iglesia con uno de sus niños sobre las piernas, el día en que llegaron a ese pueblo llamado Luvina. ¿Qué país es éste?, escribió Juan Rulfo en uno de los cuentos más desolados que se han escrito en nuestra lengua. Qué país es éste en que cualquiera -yo, tú, ellas y ellos- puede esfumarse, “desaparecer”, deshacerse en el aire atroz que respiramos.
Qué país es éste donde las madres y los padres tienen que organizarse para salir a buscar fosas clandestinas con la esperanza de que allí, en alguna de ellas, esté el cuerpo de su hija o de su hijo. Madres y padres que han aprendido a reconocer el olor de un cadáver entre todos los otros olores que guarda la tierra. Con un método rudimentario que incluye varillas, mazos y el olfato que se ha ido entrenando para percibir el olor a muerte. Se hacen llamar “rastreadores”, “sabuesos”, “cascabeles”.
Cuando encuentran una fosa se abrazan en torno a esos cuerpos amados. El hijo de una es el hijo de todas. Reliquias sagradas.
Las cicatrices nos unen, nos hermanan. Los huesos, esas dolidas reliquias, los “tesoros” (así comenzaron a llamar las madres de Sinaloa a los restos que hallaban en la búsqueda de sus propios desaparecidos), protegidos por las pieles tibias de las madres latinoamericanas.
Este 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, queremos también pensar en ellas. Estamos y estaremos con ellas. Abrazándolas. Siempre.