El estado del crimen de Estado

Por Jorge Zepeda Patterson

Las nuevas revelaciones sobre el caso de Ayotzinapa nutren las reservas que despierta en muchos la participación cada vez más protagónica de los militares en la seguridad pública.

Hace una semana, en este espacio, cuestioné algunas de las consideraciones que hizo Alejandro Encinas en la presentación de la investigación sobre el tema de Ayotzinapa. Y no porque hubiese algún reclamo a la investigación misma, todo lo contrario, sino justamente porque me parecía que algunas aseveraciones por parte del subsecretario no hacían justicia al rigor y profesionalismo que caracterizaban al documento emitido por la Comisión para la Verdad y la Justicia. Asegurar que se trataba de un crimen de Estado, como él afirmó, parecía más un intento efectista que algo sustentado por la investigación, al menos de lo que podía desprenderse de la lectura del documento. Asumí que Encinas tenía una perspectiva subjetiva a partir quizá de una agenda política o que, de plano, existía información adicional que no había sido difundida. Por fortuna, para la credibilidad de todo este esfuerzo de investigación, resultó lo segundo.

La confusión se origina en el hecho de que, si bien la mayor parte del informe es explícito, hay porciones sustanciales que fueron ocultadas con tinta negra. Esto deja en el lector la sensación de que algunas conclusiones no están sustentadas. Por ejemplo, un párrafo que seguramente lleva a Encinas a hablar de crimen de estado: “Como puede observarse, existe una evidente colusión de agentes del Estado Mexicano con el grupo delictivo de Guerreros Unidos que toleraron, permitieron y participaron en los hechos de violencia y desaparición de los estudiantes”. El problema es que lo único que puede observarse en las 24 páginas anteriores a esta conclusión son diálogos y pantallas de teléfono oscurecidas. El ocultamiento obedece, supongo, a razones jurídicas y policiales por las averiguaciones en proceso, pero el hecho es que había un salto lógico entre lo demostrado y la severidad de las conclusiones. En el material visible no se observaba responsabilidad directa de alguna autoridad en el asesinato de los estudiantes, más allá de actos de corrupción y omisión.

Este viernes, durante la Mañanera, Encinas subsanó algo del problema y dio a conocer información que permite entender buena parte de sus planteamientos anteriores. Destacan dos nuevos elementos: primero, que el personaje denominado “Coronel”, no alude a un apodo castrense como los que gustan usar los sicarios, sino que remite, presuntamente, al Coronel José Rodríguez Pérez, comandante del 27 Batallón de Infantería de Iguala, Guerrero. La precisión es explosiva por el diálogo telefónico transcrito atribuido a este personaje, según el cual cuatro días después de la matanza, afirma que “ellos se encargarían de limpiar todo y que ellos ya se habían encargado de los seis estudiantes que habían quedado vivos en una bodega”. Es decir, de confirmarse tal información, un oficial de alto rango y soldados habrían participado directamente en el asesinato de algunos de los jóvenes.

El segundo dato adicional aportado ahora por Encinas es igual de trascendente: se trata de los mensajes o diálogos telefónicos del A1, quien no es uno de los sicarios líderes de la plaza, sino José Luis Abarca, el presidente municipal de Iguala en funciones en ese momento. Estas pantallas telefónicas, que aún se mantienen tapadas con la tinta negra en el informe colocado en la Web, incluirían según lo afirmado por Encinas este viernes, evidencias categóricas de que habría sido el alcalde mismo quien ordenó el asesinato de los muchachos, lo cual queda constatado en varios mensajes ahora dados a conocer: “darles una chinga” a los estudiantes porque “no quería disturbios, además de recuperar el material (droga que aparentemente venía en uno de los autobuses)”. En otra instrucción, añade “ me chingan a todos a discreción”; y “mátalos a todos, Iguala es mío”.

Lo que en la primera presentación de Encinas parecían actos de omisión de agentes de gobierno o corrupción de algunos miembros de las policías municipales, se convierte en algo infinitamente más grave: el presidente municipal de Iguala da la orden a los sicarios de asesinar a los muchachos y parte de esta tarea es ejecutada por un mando del ejército a cargo del batallón local. En los siguientes cuatro días, según estos diálogos y mensajes, soldados y autoridades locales habrían participado intensamente en tareas destinadas a cambiar de lugar y desaparecer los restos de los jóvenes asesinados. Un crimen de estado que, ahora sí, comienza a perfilarse. Por no hablar del infame papel jugado por el gobierno de Peña Nieto en la construcción de la llamada Verdad Histórica, aunque para efectos de este texto, esa sería otra historia.

El ejército, otra vez

Además de las implicaciones jurídicas y políticas de esta nueva información, no hay que ser expertos para asumir que el involucramiento de militares en una masacre de esta naturaleza, impacta en la discusión del proyecto del presidente para colocar a la Guardia Nacional bajo la tutela de la Secretaría de la Defensa. Las nuevas revelaciones sobre el caso de Ayotzinapa nutren las reservas que despierta en muchos la participación cada vez más protagónica de los militares en la seguridad pública. Quizá tenga razón el presidente cuando afirma que, ante un problema que desborda a la sociedad mexicana, sería un desperdicio no aprovechar los 300 mil elementos del Ejército y la Marina; pero cada vez es más evidente que incluso siendo así, habría que redefinir las facultades, los procesos de rendición de cuentas, la necesaria transparencia, la normatividad respecto a temas de derechos humanos. El hecho de que el ejército tuviera un infiltrado entre los estudiantes de manera permanente, como ahora ha salido a la luz, lleva a preguntarnos qué otros grupos sociales, sindicatos, ámbitos particulares y agrupaciones civiles están siendo espiados en este momento y bajo qué protocolos, límites o supervisión jurídica. Temas que sería pertinente aclarar antes de que los soldados asuman la investigación policíaca y el control de la seguridad en la vida pública y privada de las personas.

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