Lo alucinante

Por María Rivera

La locura se apodera de nosotros cuando nos negamos a aceptar la verdad de que el covid no es una gripe y nos comportamos como si lo fuera.

He estado pensando mucho, querido lector, en la nueva condición de nuestras vidas pandémicas y su nivel de locura, que es alucinante. Vivimos en una realidad adversa que ha sido normalizada como si no lo fuera, dejando a las personas indefensas, pero convencidas de que viven en una situación distinta: una locura. Aunque el discurso actual es que ya superamos la pandemia, en realidad esto no es cierto, hay que decirlo. Lo que realmente ocurre es que hemos logrado disminuir, temporalmente, el nivel de mortalidad que el covid produce en su fase aguda. Lo logramos temporalmente porque no sabemos si en el futuro cercano surgirá la variante que finalmente termine por volver inútiles a las vacunas y volvamos a una situación crítica. Aun así, vivimos como si esto no fuera posible, en la completa irresponsabilidad, permitiendo que el virus continúe mutando, como si solo fuera un huésped incómodo en nuestra casa y no un pirómano que bien podría destruirla.

No solo eso, querido lector, la locura se apodera de nosotros cuando nos negamos a aceptar la verdad de que el covid no es una gripe y nos comportamos como si lo fuera. Y es que mientras las vacunas funcionan para evitar la mortalidad en quienes no son vulnerables, las secuelas de la enfermedad para las que todavía no hay un tratamiento efectivo, serán una catástrofe de salud pública en los años por venir. Se sabe ya que las secuelas pueden aparecer meses después de la infección así haya sido leve, y volverse crónicas e incapacitantes. Por ejemplo, atletas de alto rendimiento que se contagiaron hace dos años o un año han tenido que renunciar a sus carreras porque no lograron recuperar la condición de salud previa al contagio. Miles de personas se han reunido en grupos de autoayuda en Facebook tras meses de presentar síntomas extraños y enfermedades producto del virus como diabetes, problemas cardiacos, renales, neurológicos o nerviosos. Desesperados y sin ninguna perspectiva de curación, algunos naufragan en la desesperanza de vivir en un cuerpo que se volvió su enemigo.

Se calcula que un veinte por ciento de las personas contagiadas desarrollarán secuelas. Estamos hablando de millones de personas que padecerán (o ya están padeciendo) secuelas persistentes para las que la ciencia aun no encuentra una explicación y mucho menos un tratamiento efectivo. Los daños cerebrales están ya suficiente documentados, pero las personas no parecen haberse enterado de la gravedad del riesgo. No solo en adultos, los niños han desarrollado graves secuelas estos años, y algunas han sido relacionadas recientemente con el covid, tras realizar estudios de largo alcance. Está muy claro para la ciencia que el SARS-Cov-2 es realmente nocivo para la salud humana y sus daños exceden la etapa aguda de la enfermedad. Por ejemplo, elevan el riesgo de morir tras un año de la infección por causas cardiacas y es capaz de quedarse en el cuerpo a pesar de que se creía que no era así. Las reinfecciones recurrentes a las que la irresponsable nueva normalidad está llevando a las personas, por otro lado, agravarán la situación al aumentar la cantidad de gente que desarrollará secuelas. ¿Cuántas veces se podrán enfermar los humanos de covid antes de tener daños muy graves e irreversibles? Hay especialistas que señalan que el daño que causan las reinfecciones al sistema inmune derivará en enfermedades como el cáncer, embolias y muertes por padecimientos cardiacos, enfermedades tipo alzheimer, entre otros. No, el covid no fortalecerá a nuestro sistema, ni le ganaremos la guerra como lo hacemos ante un refriado. Es muy probable que las reinfecciones dejen daños permanentes en la salud de la mayoría de los contagiados. Así, tendremos millones de personas discapacitadas en un país que ni siquiera está planteando públicamente el problema; en el cual sencillamente no existe para las autoridades de salud.

Otra arista trágica y que he tratado aquí en otras ocasiones, es la suerte de las personas vulnerables que siguen y seguirán muriendo y para quienes las vacunas no son suficiente protección para no presentar una enfermedad grave. Personas débiles de salud a las que ha encontrado el virus y han fallecido rápidamente, como en el 2020. Seguro usted conoce a alguien para quien el covid fue fatal en este año. En mi caso puedo contar a tres personas cercanas a mi ámbito familiar, todas vacunadas, que no hubieran muerto si no se hubieran contagiado, hubieran vivido muchos años más. Pero las personas son muy extrañas, querido lector. Socialmente se ha normalizado que las personas vulnerables fallezcan por covid como si fuera una muerte “natural”, es una naturalización fascista que ya ni siquiera notamos, y justificamos, para tranquilizar nuestra consciencia, con frases como “le había dado cáncer”, “había salido del hospital”, “estaba deprimido”.

Lo más grave, sin embargo, es que esas muertes no formaban parte del “destino”. Las personas vulnerables no tendrían que estar muriendo, como sucede en México. Desde hace meses, se utiliza en otros países el antiviral Paxlovid para evitarlo, pero el gobierno mexicano no lo ha comprado para la población, a diferencia de Estados Unidos, por ejemplo, que lo receta a las personas que lo necesitan, logrando evitar la progresión de la enfermedad. O sea, no, no bastan las vacunas para salvarle la vida a las personas. Es criminal, por decir lo menos, que el gobierno de López Obrador no lo haya adquirido. Debería ser un escándalo que habiendo una medicina capaz de evitar fallecimientos no sea asequible y gratuita en México ¿por qué el gobierno no lo ha comprado y surtido al sistema público de salud? Sucede lo mismo que sucedía con las vacunas, compradas tarde y de manera insuficiente o los medicamentos para los niños con cáncer. Una y otra y otra vez desde que comenzó este sexenio, tropezamos con la misma piedra, qué digo piedra, nos estrellamos en el muro del desprecio del presidente por la salud y la vida de los mexicanos, adultos y niños, en pos de “ahorrar”. Nos desangramos en su pobreza franciscana, poblada de cadáveres de personas que no tenían que haber muerto. Literalmente, a los que dejó morir, porque elevó a política pública su idea personalísima del gasto, como si México fuera su casa y los mexicanos sus súbditos obligados a ofrecer sus vidas como tributo a la “cuarta transformación”, obcecada en gastar en trenes y refinerías. En realidad, una forma romantizada del autoritarismo de un hombre totalmente incapaz de velar por la vida de quienes lo eligieron.

Mientras todo esto ocurre, naturalmente, se escucha la voz de López Obrador en spots diciendo que la pandemia ya terminó. Podemos imaginar, con desesperanza, frustración y rabia, que las personas vulnerables seguirán muriendo por covid, sin antivirales; que las personas seguirán infectándose asistidos por la propaganda mentirosa; que las vacunas de refuerzo llegarán cuando ya no sirvan para nada (si es que llegan) y que para cuando sea evidente la catástrofe en el sistema público de salud, el presidente vivirá en su rancho ufanándose de que es un “humanista” de “izquierda”.

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