Frente a un Ejército impune, la memoria
Por Leopoldo Maldonado
“Solo en un país que ha negado su historia, podemos permitir como sociedad que las fuerzas armadas sigan teniendo cada día más poder y presencia”.
Poca memoria han demostrado, en general y siempre, las autoridades de México. Pero ahora, la memoria arde. La extensión -y ampliación- del mandato a la Guardia Nacional incendia aún más la memoria porque se da a pocos días de aniversarios que conmemoran actos de violaciones graves a derechos humanos perpetradas por las fuerzas armadas.
Que la discusión sobre extender las facultades, las labores y los periodos de intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública se dé en estos días, nos hace replantearnos la memoria de los actores políticos, de cómo cambian sus posturas y hasta programas políticos de acuerdo a su papel como oficialismo u oposición. Estas semanas, el calendario se llena de efemérides que nos recuerdan violaciones a derechos humanos llevadas a cabo por el Estado. Deberían, por lo menos, preocuparnos y hacernos reflexionar sobre lo que significa seguir teniendo al ejército (en sus diversas formas, insignias, uniformes) en las calles y aumentando sus poderes.
Estamos en la víspera del octavo aniversario de la desaparición forzada de 43 estudiantes de Ayotzinapa, a una semana de los 54 años de la Masacre de Tlatelolco, y hoy se cumplen 57 años del asalto al Cuartel de Madera, parteaguas que marcaría el inicio de la persecución y represión estatal contra las disidencias armadas y no.
Hay décadas de diferencia pero siempre un mismo actor: las Fuerzas Armadas. El Ejército y la Marina jugaron un papel cuestionable en los crímenes de Iguala ocurridos el 26 y 27 de septiembre de 2014. El Ejército y las fuerzas de seguridad disparando contra estudiantes y manifestantes civiles en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. El Ejército asesinando a guerrilleros y siendo un actor central de la represión estatal (ejecuciones extrajudiciales, tortura, desaparición forzada) desatada en los años 60, 70 y 80 del siglo pasado. Qué decir de las víctimas de violaciones graves a derechos humanos durante la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
Hoy, a ese mismo actor se le dan herramientas legales que podrían ser un cheque en blanco para seguir cometiendo crímenes bajo un manto de opacidad e impunidad. Hoy, a ese mismo ejército se le resta obligación de rendir cuentas ante las autoridades civiles. Antes al contrario, sus labores en la construcción de obra pública o la administración de aduanas, marca una tendencia creciente de sujeción civil al ámbito castrense.
Como candidato, AMLO prometió regresar al ejército a sus cuarteles. Como presidente no solamente incumplió, sino que terminó anclando aún más a las fuerzas militares en la vida pública. Por más que trate de justificar su viraje radical, AMLO recurrió al ejército como la “solución fácil” a la que han recurrido sus antecesores: ya hay una institución construida, legitimada y disciplinada. Pero esa “solución fácil” y a corto plazo (que es el plazo que le importa a nuestra clase política) apela a la desmemoria respecto a las atrocidades del pasado.
Solo en un país que ha negado su historia, podemos permitir como sociedad que las fuerzas armadas sigan teniendo cada día más poder y presencia. Recurrir al ejército como respuesta inmediata a los graves problemas de violencia en México puede ser aplaudido por la mayoría de mexicanas y mexicanos, pero no resolverá los problemas de fondo. Recuperar la memoria social sobre el papel institucional de las fuerzas armadas es urgente y apremiante antes de que avancemos hacia una “solución” antidemocrática y en detrimento de nuestros derechos humanos.