La militarización invisible

Por Carlos A. Pérez Ricart

“Quince años después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, no contamos con estudios rigurosos que den cuenta, ya no óolo de los resultados del actuar de los militares al frente de las policías estatales, sino de la forma en que este proceso de militarización ha permeado la estructura y operación de las fuerzas de seguridad a escala subnacional”.

La militarización (1) de la seguridad pública ocurre en muchos niveles y desde distintas esferas de autoridad (2). A veces es invisible.

La mirada centralista —y por tanto insuficiente y casi siempre ingenua— con la que debatimos el tema de la seguridad pública nos ha hecho perder de vista cómo se reconfiguran los equilibrios de las relaciones cívico-militares a escala local. Me explico y empiezo por el principio.

En el siglo XX mexicano ocurrió una dinámica que casi siempre pasó de largo por la bibliografía especializada: los altos y medios mandos del Ejército, cuando les llegaba la hora del retiro, volvían a sus lugares de origen. Ahí, en su terruño, su carrera encontraba un segundo aire. Los militares asumían posiciones de dirección en las policías municipales y estatales. Además del adiestramiento, manejo de armas y experiencia, los acompañaba el aura de haber sido parte del Ejército mexicano (3). Era común que permanecieran al frente de las policías locales por varios años y su poder, aunque variaba, podía ser mayor al del Presidente Municipal. Eran los reyes, unos semidioses, los caciques de la seguridad. Era lo normal.

Ya entrado el siglo XXI, la dinámica continuó y se amplió a la dirección de las policías estatales. La guerra contra el narcotráfico dio un empujoncito a este proceso. Si al principio de la administración de Felipe Calderón había secretarios de seguridad pública de procedencia militar en cuatro estados, para 2011 la cifra ya era de 15. Desde entonces hay altos y bajos.

Hoy día, 12 de los 32 titulares locales de las Secretarías de Seguridad Pública cumplen con esta característica: son o fueron militares. Insisto, aunque no sea un fenómeno nuevo, su dinámica no debe pasar desapercibida; más si tomamos en cuenta que en los últimos tres años el proceso se ha intensificado.

En 2019 fue designado uno, el de Morelos. En 2021 fueron cuatro (Guerrero, Michoacán, San Luis Potosí y Zacatecas). En 2022 la dinámica se desató: en lo que va del año han sido elegidos militares o ex militares como secretarios de seguridad pública en Baja California, Baja California Sur, Colima, Quintana Roo, Sinaloa, Tamaulipas y Tlaxcala. Se trata de todo menos de una casualidad.

Aunque los perfiles suelen variar, lo común es que sean personas con muchos años de experiencia en las fuerzas armadas. Así, por ejemplo, los secretarios de seguridad pública de Baja California, San Luis Potosí, Morelos y Tlaxcala tienen más de cuatro décadas de ejercicio castrense. La lógica es siempre la misma: traer disciplina a las policías locales. Ese fue el principio que argumentó la nueva gobernadora de Quintana Roo para despedir a Manelich Castilla (civil) apenas cuatro días después de ser nombrado como su titular de la Secretaría Pública del estado ¿Su reemplazo? un contralmirante de la Secretaría de Marina.

La designación de mandos militares como secretarios de seguridad púbica de los estados ha sido un proceso invisible para el gran público. También lo ha sido para la academia. Quince años después de iniciada la guerra contra el narcotráfico, no contamos con estudios rigurosos que den cuenta, ya no óolo de los resultados del actuar de los militares al frente de las policías estatales, sino de la forma en que este proceso de militarización ha permeado la estructura y operación de las fuerzas de seguridad a escala subnacional (4). ¿Han sido exitosas estas experiencias en reducir la violencia? ¿Qué tienen que decir los policías locales de sus mandos? ¿Cambió en algo la disciplina y el reclutamiento de personal? ¿Son hoy las policías estatales más disciplinadas? ¿Son más violentas? Simplemente no lo sabemos.

Hay dos debates que, con justa razón, se han llevado las primeras planas de los periódicos nacionales: la readscripción organizacional de la Guardia Nacional y l ampliación del periodo en el que las Fuerzas Armadas podrán participar en tareas de seguridad hasta 2028. Falta, sin embargo, tener una discusión más seria sobre lo que sucede a escala estatal y local. Por ahora es claro que no todo el proceso comenzó en 2018, no todo emergió por mandato presidencial y no todas sus causas haya que buscarlas siempre en Palacio Nacional. Como todo, se trata de algo más complejo. La mirada centralista resulta insuficiente.

Observar lo que ocurre a escala subnacional es necesario para comprender la reconfiguración del tablero de la relación cívico-militar en México; mientras no lo entendamos, seguiremos jugando a oscuras: continuaremos sin abrir los ojos a la militarización invisible.

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