El ninguneo militar
Por Jorge Javier Romero Vadillo
Los generales envalentonados son algo inaceptable en una democracia constitucional.
La arrogancia del Secretario de la Defensa Nacional es inaudita, por lo menos en un siglo. Incluso los espadones que gobernaron México después de la Revolución guardaban las formas y aunque usaron métodos poco ortodoxos para someter al Poder Legislativo, como el “riego” con el que se sobornaba a los diputados para conseguir su voto a favor de las iniciativas del Ejecutivo en los tiempos de Obregón y Calles, antes de que la no reelección consecutiva se convirtiera en el principal instrumento disciplinario para evitar disidencias en el Congreso, nunca, desde que Victoriano Huerta cerró las cámaras, un militar había despreciado abiertamente a la soberanía popular ante la que debiera rendir cuentas.
En su carácter de Secretario del despacho, el General Sandoval no tiene ninguna prerrogativa más que la de cualquier funcionario civil nombrado por el Presidente de la República, pero tampoco su grado militar le otorga fuero para desairar al Congreso. Su rechazo a atender un llamado de los legisladores resulta ominoso y es todavía más amenazante el citarlos en su oficina, para después cancelar la reunión por el supuesto tono ofensivo de la carta de un diputado que le afeaba el desaire.
La justificación presentada por el Secretario de Gobernación, convertido en ujier del General, fue grotesca cuando el majadero fue el Jefe del Ejército reclamando una deferencia injustificada ante un texto comedido. Pero lo que representa el colmo de la abyección es la actitud de la mayoría de los diputados que evitaron citarlo a comparecer, junto con su par de la Marina, y sólo lo invitaron de testigo de la Secretaria de Seguridad.
La humillación al Congreso, con su parte de sumisión aceptada, se añade a lo que Layda Negrete ha llamado la treintena trágica de avance del militarismo. No se trata ya sólo de que las fuerzas castrenses se estén encargando de tareas correspondientes a la administración civil, sino de una actitud de insubordinación que suena a ruidos de sable contra el poder legalmente constituido. Y que el Presidente de la República los solape y evite que sean cuestionados por el desastre del robo de información que sufrieron tiene tintes de complicidad que recuerdan a José María Bordaberry convertido en marioneta de los milicos en el Uruguay de la década de 1973. Entonces la insubordinación comenzó por el rechazo por el alto mando castrense al nombramiento de un Ministro de Defensa. El Presidente cedió y dos años después ejercía de fachada civil de la dictadura militar.
Los generales envalentonados son algo inaceptable en una democracia constitucional. Sólo cuando se les pone un hasta aquí se consolida el poder civil basado en el orden jurídico, pero lo que hemos visto durante el último mes es al Ejército legislando de facto, con el Congreso como fachada, a la Fiscalía General de la República también sumisa, al Secretario de Gobernación convertido en espectral muñeco de ventrílocuo y al Presidente en actitud propiciatoria, avalando sus negocios y tapando sus gafes. Si eso no es evidencia de subordinación, entonces lo es de complicidad.
La manera en la que los políticos de todos los partidos se han declarado derrotados y se han puesto a merced de la milicia es ya síntoma evidente de crisis del orden constitucional. Si, además, el PRI claudica y acepta la Reforma Electoral regresiva, entonces ya no habrá duda del carácter golpista de la actual coalición de poder, con el mando castrense al centro, pues el ocaso de la fuerza política de López Obrador es inevitable y la crisis de sucesión más que probable.
La deriva del Gobierno de López Obrador, ya en su último tercio, está conduciendo al país al encallamiento, si no al naufragio. El Presidente parece haber perdido su norte y le está cediendo el mando al General Sandoval, que tampoco parece muy orientado. El riesgo de un desastre al final del sexenio es grande, sobre todo si la candidatura de Morena se resuelve con una ruptura. Si lo que acabare ocurriendo fuere una asonada militar, aunque sea encubierta, el resultado final de este sexenio será un retroceso de un siglo que nos devolvería a los tiempos del Plan de Agua Prieta.
Lo terrible es que el avance militar cuenta con relativa complacencia social y una tímida oposición política. Sin duda los legisladores de Movimiento Ciudadano mostraron dignidad y el PAN se ha mantenido firme contra las iniciativas militaristas impulsadas por el Presidente y por Morena, pero estás sí concitaron el apoyo suficiente de parte de un PRI quebrado y en extinción, con buena parte sus integrantes saltando del barco a la espera del rescate del mesías menguante. La mayoría de los gobernadores ha claudicado. Casi todos los ejecutivos locales aceptan genuflexos la pretendida salvación militar, frente a la pérdida del control de ciudades y comarcas controladas por el bandidaje.
Cabe la suspicacia. Si durante toda la época clásica del PRI los mandos militares vendieron protección a las organizaciones especializadas en el mercado clandestino de las drogas, es posible que existan fuertes vínculos de complicidad y coalescencia entre soldados y bandidos. No se trata de la existencia de una gran conspiración planeada desde el principio del despliegue militar durante el Gobierno de Calderón, sino de una sucesión de pactos concretos y negociaciones que han sido funcionales para que los jerarcas militares se puedan presentar como los salvadores de la Patria. El dato demoledor de las filtraciones de la información robada por la “Guacamaya” chismosa es que la inteligencia militar conoce bien los ámbitos de actuación de las organizaciones criminales y los mandos concretos no actúan contra ellas porque son los administradores del control territorial.
Más allá de toda especulación, el hecho incontrovertible es que el orden constitucional está a punto de quebrarse y que sólo la firmeza de la oposición y de la sociedad civil actuante en su tarea de generar fenómenos de opinión pública va a frenar el derrumbe.