Hoja Santa en Los Ángeles
Va mi respeto y admiración para los que tuvieron que migrar desde este país de contrastes y malentendidos: donde el expresidente Carlos Salinas denuncia la desigualdad, donde Ernesto Zedillo presume de crecimiento económico, donde Vicente Fox y Felipe Calderón dan discursos sobre la democracia y donde, seguramente, el expresidente Enrique Peña Nieto nos dará, en un futuro cercano, lecciones de honestidad.
Mamá cuenta que mi abuelo, dos veces trabajador de la mina y dos veces despedido por revoltoso, corrió de Santa Bárbara a Ciudad Juárez y de allí a El Paso para emplearse en un restaurante porque el hambre apretaba en Chihuahua. Sucedió hace más de 70 años. Y dice que una vez allí, envolvía en papel trozos de hamburguesa que sobraban, algo de pan, incluso de huevo, y volvía con ellos a casa. Algún día escribiré sobre don Carlos. Hoy lo recordé al empezar este texto. Me llena de orgullo contarlo y debo contarlo bien, pausado, más adelante, porque ilustra hasta dónde es capaz, cualquiera que sea honrado, para llevar lo necesario a los suyos.
Cuántas cosas hemos pasado los mexicanos. El último siglo, que vio a Carlos Romero Deschamps atragantarse con nuestro petróleo; que vio a Carlos Slim volverse el hombre más rico del mundo; que vio a un burócrata de medio pelo como Enrique Peña Nieto enriquecerse y a una cantidad infinita de políticos de todos los partidos hacerse millonarios de la noche a la mañana e incorporar al sistema sus capitales mal habidos –siempre en total impunidad–, muchas de nuestras familias lucharon por lo indispensable, con dignidad, y se alzaron con el vendaval en contra. Y muchos más siguen luchando por salir de la base de la pirámide y con ellos debemos ser solidarios, porque como ellos estuvimos todos, alguna vez, hace un siglo o menos o más y da lo mismo; nosotros o nuestros abuelos, a menos de que alguno de ustedes venga del 0.1 por ciento de este país.
Escribo esto porque esto va por ustedes. Por los que en algún momento, como mi abuelo, dejaron su tierra para buscar un pedazo de hamburguesa en alguna parte del mundo. Por los que dejaron su casa para ir y volver con un pedazo de huevo que alguien más no se acabó. Para los que un día se abrazaron de su abuela, de su madre o de sus hijos y les dijeron: ya me voy, y recibieron a cambio semillas con sabor a pan –como mi amigo Luis Alonso– para que cruzaran desiertos o selvas. Esto va por ustedes, a quienes este país les falló y tuvieron que avanzar sobre la adversidad para emplearse en lo que sea, entre gente con una lengua distinta; que aguantaron todo porque primero está la familia.
Esto es para don Carlos y para todos los don Carlos que se aguantaron hambre y maltrato porque estaba de por medio la supervivencia de otros, allá, en casa. Esto por ustedes, migrantes.
Hace unos meses cruzaba a pie un barrio mayoritariamente mexicano del centro de Los Ángeles y vi, en el jardín de un edificio, una planta grande de Hoja Santa. Sepa Dios cómo llegó allí desde el sur de México, pero me lo imagino. Luego, allí mismo, se me apareció un puesto de quesadillas, con su lona rosa amarrada de los árboles, como se acostumbra en la capital mexicana. Y en un bar de jazz de Nueva York, paisanos se habían apropiado del negocio durante la pandemia porque no se rajaron; y en un restaurante italiano de Palo Alto, mexicanos hacían mover la piedra.
Ahora podemos hablar de esto con orgullo, pero no siempre fue así. Durante muchas décadas, los migrante que cruzaban a Estados Unidos eran tratados como parias en su propio país. Eran, por supuesto, actitudes promovidas desde el propio Gobierno, que no los tomaba en cuenta; que los veía con desdén porque exhibían su incapacidad para retenerlos con un empleo, con seguridad social y con un futuro para sus hijos. Los hijos de los mexicanos nacidos allá han sido “pochos”, así, con desprecio; una “chicanada” era hacer mal las cosas porque refería a los chicanos, los mexicoamericanos que luchan por su identidad más allá de la frontera. El hijo de una familia rica que se iba a estudiar con todo pagado al extranjero regresaba con honores; el hijo de uno que se iba por necesidad volvía por la puerta de atrás.
Porque nunca se aceptó, hasta hace muy poco tiempo, que nadie por voluntad deja su casa, a sus viejos, a su familia y a su tierra. Nadie decide porque sí tomar un cambio de ropa y echarse a andar, con destino incierto. Lo hacemos por necesidad, no por deseo de aventura. Y a pesar de todo el sufrimiento; a pesar de todo lo que se deja atrás y de los riesgos que se asumen, los mexicanos en Estados Unidos fueron vistos con un menosprecio estúpido que debería avergonzarnos.
Yo digo que tenemos una deuda histórica con ellos. Diría más: que falta que el Estado mexicano reconozca ese maltrato oficial y pida perdón a los migrantes por menospreciarlos durante décadas; por permitir que cualquier imbécil con chapa los extorsionara si por casualidad volvían a casa. Falta que el Estado acepte que fue ineficaz de retenerlos en los campos o en las ciudades y que no hizo nada por ellos mientras sus derechos eran violados en otro país; mientras los explotaban y, a veces, los mataban.
Y todavía hoy se les sigue menospreciando. Son la mayor fuerza económica, el mayor ingreso de México –por encima del turismo y del petróleo– y si un empresario invierte mil pesos en sus propios negocios se le aplaude mil veces, pero a los que sostienen la economía de los pueblos y a millones de familias apenas se les reconoce, y eso recientemente. Apenas se les voltea a ver y se les trata, todavía hoy, como “mal necesario”.
El maltrato histórico del Gobierno a sus migrantes tiene mucho que ver con el tipo de sociedad que somos pero, además, con el tipo de políticos que nos han gobernado. Para ciertos mexicanos, los pobres podrán existir, sí, pero no son aceptables y mucho menos hay razón para reconocerlos. Los pobres y los indígenas, en esa visión, hacen “quedar mal” a los políticos y a los más ricos. Así se traduce en ciertos estratos sociales. Esos morenos, pobres, chaparros y con poca educación formal no deberían ser el rostro de México en el extranjero. Así se piensa. Deberían quedarse en sus pueblos a morirse de hambre, porque allá, donde andan, “hablan mal de nosotros”. Es una visión, por supuesto, cebada de clasismo y racismo pero que, inevitablemente, exhibe a políticos y a clases altas de una manera terrible.
Hace algunos años trabajé en el libro del documental Los que se quedan, de Juan Carlos Rulfo. Búsquenlo, seguramente está disponible. Trata no de los que migran, sino de las familias que deben esperar en México con los dedos cruzados. Y cuántas cosas se ven. Acompañé a una familia maya; una parte se quedó en Yucatán y otra migró para instalarse en Los Ángeles. En su país se les había negado el progreso y con mucho esfuerzo la hicieron allá. Telmex nunca procuró ponerles un teléfono fijo: brincaron directamente de la nada, al celular. Muchos de ellos no fueron a la escuela y sólo hablaban maya: pues aprendieron el inglés en California y el español nunca lo hablaron.
Visité a tres hermanos mayas que se dedicaban a la construcción entre semana y sábado y domingo hacían, con gran éxito, comida yucateca. Tenían una enorme demanda. Habían superado el hacinamiento y la pobreza extrema y en sus jardines de Los Ángeles tenían, para ellos, pequeños sembradíos de maíz blanco. Hacían carne asada y en las brazas tatemaban mazorcas. Comí de esas mazorcas con enorme gusto. Habían recreado pedazos del México que los expulsó y los que tenían papeles en forma viajaban de regreso a casa cargados de regalos para los que se habían quedado. Claro, pagaban mordidas en todo el trayecto en su país. Una lástima que así los recibieran. Maltratados por todos lados pero doblemente heroicos por su propio esfuerzo.
Cuando estalló la guerra de Felipe Calderón se vino, en los estados del norte (como en Chihuahua) una nueva migración forzada. Muchos se establecieron en Texas. Recuerdo que cuando los negocios cerraron en Ciudad Juárez muchos, con enorme esfuerzo, abrieron en El Paso. Se hizo más fácil comerse un burrito en aquella ciudad que en la mía. Hubo casos de éxito pero, claro, también algunos tristes, lamentables, de gente que no pudo volverse a levantar. Muchos que tenían sus negocios aquí terminaron empleándose allá en lo que fuera. A empezar de cero. Y ni llorar es bueno: a luchar porque hay que vivir. Y eso mismo ha pasado muchas veces, como cuando la crisis provocada por Ernesto Zedillo y su equipo de “genios” dejaron sin futuro ni destino a millones que no tuvieron más opción que irse y dejar todo atrás.
Al tiempo que Raúl Salinas de Gortari era detenido con pasaportes falsos y cuentas en Suiza, y los hijos de los políticos se cebaban en las tiendas de Rodeo Drive en Beverly Hills o en la Quinta Avenida de Nueva York, los mexicanos de trabajo aceptaban viajar incógnitos al norte, en autos de traficantes de personas donde muchos perdieron la vida. Mucho dolor por un lado y mucha ratería por el otro. Esa es la historia de contrastes con la que hemos vivido. Por eso digo que la lucha de los mexicanos y mexicoamericanos debería ser reconocida. No es sólo aceptarles sus remesas: el Estado debería disculparse con ellos, con los que migraron por necesidad, porque sería una disculpa doble: por un lado, un reconocimiento a su esfuerzo para superar adversidades; por el otro, una disculpa porque se acabaron el petróleo de generaciones sin que los más desprotegidos recibieran un sólo peso, aunque sea de los de antes.
Por eso me llena de orgullo don Carlos, mi abuelo; o mi hermano y mis hermanas, que migraron y mostraron el músculo de las familias de trabajo. Por eso me enorgullece llegar a un restaurante en cualquier lugar de Estados Unidos y ver la cocina llena de mexicanos luchadores. Por eso siento tristeza pero más orgullo por los que cruzaron el Río Bravo, congelado o seco; los que buscaron un orificio en una malla o entre los cables de púas para lanzar a una niña, su hija. Orgullo por los que cayeron bajo el sol del verano o resbalaron en los hielos del invierno; por los que no vieron White Sands o se atoraron en Pecos o en Marfa. Orgullo por los que fueron regresados una y otra vez y no desistieron; por los que llegaron a puerto y, aguantando menosprecios de allá y de aquí, se forjaron un destino.
Por eso mi texto va por ustedes. Los que, durante muchas décadas, cruzaron a Estados Unidos y fueron tratados como parias en su propio país. Y por los que se quedaron acá y formaron una especie de resistencia. Para todos ellos, mi texto. A los que levantan los colores de su Bandera en tierras ajenas y a pesar de que muchos gobiernos de su país los han querido esconder, por una vergüenza malentendida. Va mi respeto y admiración para los que tuvieron que migrar desde este país de contrastes y malentendidos: donde el expresidente Carlos Salinas denuncia la desigualdad, donde Ernesto Zedillo presume de crecimiento económico, donde Vicente Fox y Felipe Calderón dan discursos sobre la democracia y donde, seguramente, el expresidente Enrique Peña Nieto nos dará, en un futuro cercano, lecciones de honestidad.
Va mi reconocimiento a ustedes desde este país colmado de monumentos para los parásitos, pero que escatima el reconocimiento a los que de verdad se esfuerzan.