La tortura en México y El Protocolo de Estambul

“La tortura es una práctica sistemática y no sólo está presente en nuestro sistema de justicia, sino que resulta consustancial a él”.

El sino del escorpión no puede esquivar el grave y oscuro tema de la tortura en nuestro país, tan sabido por todos, tan desconocido en su realidad última y, a la vez, recobrado para nuestra memoria histórica desde las mismas instancias estatales, que hoy reconocen abusos y piden perdón, mientras comisiones de la verdad, investigaciones independientes, comités indagatorios y organizaciones civiles, revisan y dan cuenta de viejos hechos políticos clave, desde el movimiento estudiantil del 68, la guerra sucia y la represión militar, hasta los tantísimos desaparecidos, la terrible noche de Iguala y las barbarie cometida por el “cártel policiaco” de García Luna y sus torturadores, capaces incluso de torturar a una persona en vivo y en televisión nacional ante el estupor o la indiferencia del auditorio.

Según cifras de la Encuesta Nacional a la Población Privada de Libertad del año 2017, el 75.6 por ciento de las personas en los centros penitenciarios del país sufrió violencia psicológica y 63.8 por ciento vivió violencia física en el arresto. Un 39.4 por ciento recibió patadas o puñetazos y poco más del 23 por ciento recibió golpes con algún objeto y lesiones por aplastamiento. Además, 8 de cada 10 mujeres detenidas entre 2009 y 2016 fueron víctimas de tortura y 49.4 por ciento de las personas detenidas fueron incomunicadas ante el Ministerio Público. El alacrán puede concluir entonces, que la tortura es una práctica sistemática y no sólo está presente en nuestro sistema de justicia, sino que resulta consustancial a él.

Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se reconoce universalmente la prohibición absoluta de la tortura como una norma de ius cogens (es decir coactiva, compulsoria, imperativa, absoluta, perentoria, terminante, inderogable e inmutable), dicho señalamiento fue sucesivamente ampliado y detallado en distintas convenciones internacionales, como la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), así como fue precisada la necesidad de prevenirla en otros tantos señalamientos, como el Protocolo Facultativo de esa Convención (2002). México firmó este Protocolo Facultativo en 2003, lo ratificó en 2005 y entró en vigor en 2006. Libros como el de Luis de la Barreda Solórzano La tortura en México (1989) y La lid contra la tortura (1995), trazan con precisión el recorrido de las normas legales internacionales y nacionales sobre tortura.

Pero al venenoso le interesa precisar el origen y la conformación del llamado Protocolo de Estambul, siempre mencionado por las autoridades como el mecanismo probador y certificador de la práctica de tortura sobre las personas detenidas. En realidad, el llamado Protocolo de Estambul es una extenso y muy detallado documento de procedimientos denominado oficialmente #Manual de Investigación y Documentación Efectiva sobre Tortura, Castigos y Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes”, y es producto de una iniciativa de las Naciones Unidas presentada el 9 de agosto de 1999.

El Protocolo fue creado por más de 75 expertos en leyes, salud y derechos humanos durante tres años de esfuerzo colectivo, e involucró a más de 40 organizaciones. La necesidad de su elaboración surgió a partir de la muerte del ciudadano turco Baki Erdogan, detenido por la policía durante una protesta antigubernamental en Estambul, a principios de agosto de 1993. Ante su detención, Erdogan se declaró en huelga de hambre y apenas once días después fue transferido al hospital estatal de Turquía, donde finalmente falleció el 22 de agosto. La autopsia y el reporte forense oficial señalaron como causa de muerte un edema pulmonar agudo ocasionado por la huelga de hambre.

Las dudas y las protestas de los defensores de los derechos humanos no se hicieron esperar, y la Asociación Médica Turca llevó a cabo una investigación independiente cuyo resultado reveló numerosas fallas en la autopsia y el estudio realizado por los médicos oficiales. Ante la gravedad del problema, Naciones Unidas desarrolló un reporte médico alterno mediante el llamado Protocolo Minessota (modelo para la investigación de ejecuciones extralegales, arbitrarias y sumarias aceptado desde 1991). El resultado probó que tras diez días sin alimento, Erdogan había muerto del síndrome de estrés respiratorio adulto (ARDS), provocado por la suma de golpes y otras prácticas de tortura a las que fue expuesto.

Como consecuencia, en 1996 la Asociación Médica Turca convocó a una reunión internacional para recoger las experiencias y necesidades del Frente de los Derechos Humanos de Turquía y la Sociedad de Especialistas en Medicina Forense de ese país. El caso de Baki Erdogan resultó decisivo en la elaboración del documento final, presentado por la ONU en 1999 como Manual de Investigación y Documentación Efectiva sobre Tortura, Castigos y Tratamientos Crueles, Inhumanos o Degradantes, conocido desde entonces como Protocolo de Estambul.

El documento es entonces una guía detallada para reunir pruebas relevantes, precisas y fiables sobre alegatos de tortura, así como para precisar cómo, cuándo y dónde ocurrió la supuesta tortura, determinar la coherencia entre las acusaciones de tortura y los resultados médicos y permitir la elaboración de informes médicos de calidad admisibles ante organismos administrativos y judiciales. El Manual detalla también cómo obtener declaraciones relevantes, precisas y fiables de los testigos y los sobrevivientes de la tortura y cómo recuperar y conservar la evidencia relacionada con acusaciones de tortura para la persecución legal de los responsables.

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