Aprendizaje

Por María Rivera

Aunque la epidemia en el país está en uno de sus puntos más bajos, eso no significa que el virus se haya ido, ni que se haya terminado la pandemia, ni que los cubrebocas sean inútiles en ciertas circunstancias como en espacios públicos cerrados y mal ventilados

El otro día que fui al súper por primera vez me topé con gente que ya no usa el cubrebocas, querido lector. Después de años de no haberle visto la cara a las personas, sucedió. Una mujer y yo nos encontramos en el pasillo. Me le quedé viendo con sorpresa. Lo único que pude pensar en ese momento es en la irresponsabilidad social impulsada por el Gobierno y en la tragedia que implican las secuelas en la salud de la gente, que se entera cuando ya es demasiado tarde que la COVID no es una gripe. Pensé en todas esas personas que están sufriendo por las secuelas, incurables hasta el día de hoy, del virus.

Luego, en la comida, mi madre me dijo, muy convencida, que ya se había acabado la COVID, que ya no había, lo que claro, no es verdad. Pero ya no discutí nada, querido lector. No tiene caso luchar contra una avalancha que, evidentemente, nos aplastará: la gente está convencida de que ya pasó el peligro y de muchas mentiras más promovidas por los gobiernos, a costa del sufrimiento de muchísimas personas que se están recontagiando y se recontagiarán cada ola.

Aunque la epidemia en el país está en uno de sus puntos más bajos, eso no significa que el virus se haya ido, ni que se haya terminado la pandemia, ni que los cubrebocas sean inútiles en ciertas circunstancias como en espacios públicos cerrados y mal ventilados. Aunque la incidencia sea baja, el que las personas no usen cubrebocas, lo único que va a provocar es que el virus acelere su expansión: es la receta perfecta para detonar olas en el mundo. Yo no entiendo, así, sencillamente, por qué la gente no puede comprender algo tan básico y sencillo de comprender que otros países, como Japón, entienden perfectamente. Debe ser una tara occidental, un asunto de idiosincrasia irremediable.

Todavía recuerdo la reacción que los países occidentales tuvieron al principio de la pandemia: mientras los países orientales implementaban el cubrebocas, los demás confiaban en la sana distancia de un metro en espacios cerrados… delirante, desde donde se le vea, y así nos fue, porque la principal ruta de contagio está en el aire que respiramos. Gran parte de la responsabilidad de la expansión del virus fue nuestra: nosotros le ayudamos al virus a conquistar el mundo, pusimos a las personas que han muerto, por millones.

Lo increíble, querido lector, es que no hayamos aprendido nada de nuestros errores y que vayamos a repetir la historia, una y otra vez. Tal vez, mal informados por el verdadero efecto de las vacunas que, aunque evitan mayoritariamente que el virus nos mate, no evitan ni la transmisión, ni la infección, ni el desarrollo de secuelas. A todas luces, son una solución muy defectuosa que no puede controlar la pandemia o evitar los daños a largo plazo en la población mundial.

Y es que aquí está el asunto más delicado de la situación en la que nos hayamos. La enfermedad producida por el bicho no es lo que se pensaba al principio y tampoco lo que se pensaba, mayoritariamente, hace un año. Conforme pasa el tiempo, nos vamos enterando de la verdadera naturaleza del daño que causa en el cuerpo humano, a largo plazo, en múltiples sistemas y órganos que incluso predisponen a una muerte temprana. Las personas pueden desarrollar múltiples problemas de salud, como autoinmunidad, que pueden permanecer silenciosos por un tiempo, y que incluso una vez manifiestos la medicina no puede tratar porque se desconoce todavía un tratamiento efectivo para ello. No hay aún protocolos de diagnóstico y de tratamientos unificados para la COVID larga o las secuelas y aún se debate si es que la enfermedad continúa activa en el cuerpo vía reservorios virales que pasan desapercibidos para las defensas del organismo o son daños al sistema inmune. No es algo así como una gripa, evidentemente, por más que intentemos creerlo con todas nuestras fuerzas o que los gobiernos, irresponsablemente, lo asuman para simular que hemos regresado a la normalidad prepandémica. Es algo mucho más serio con lo que tenemos que vivir y saberlo es imperativo para poder actuar responsablemente, tanto con nosotros mismos como con los otros.

Por eso, sencillamente no entiendo, que la gente no entienda que el cubrebocas es la única medida efectiva para no contagiarse. Escribí: la única. Sí, querido lector: no tenemos otra, sencillamente no existe. Si usted no se quiere contagiar o contagiar a otros, no le queda de otra más que usarlo. Es una medida que aplicada de manera individual y socialmente, puede salvar la vida de las personas y proteger la salud de los demás. La analogía que han hecho con el VIH es muy adecuada; hasta el momento no hay una vacuna que evite que las personas se contagien, pero hay una medida que se puede utilizar para evitar el contagio: un preservativo. Si seguimos la línea argumental delirante de la COVID, equivaldría a recomendar no utilizar el preservativo porque hay medicamentos para tratarlo. ¿Sí ve el absurdo?

Ahora bien, que todo el mundo crea o comparta una mentira, no la convierte en verdad. Es evidente que el mensaje de las autoridades ha influido en la población de la Ciudad de México, que había logrado mantenerse fiel a la medida. Ojalá que la gente recuerde que el manejo de la pandemia ha sido catastrófico, y se mantenga fiel a la única medida que tenemos para ralentizar la pandemia, evitar muertes y sufrimiento. Sobre todo, porque en el invierno muy probablemente llegará la siguiente ola y el Gobierno no contempla adquirir nuevas vacunas. Será otra variante distinta de la que, claro, aún no conocemos las consecuencias en el cuerpo humano, lo descubriremos sobre la cresta de la ola y meses después. Mejor, no averiguarlo, querido lector y usar un cubrebocas, ¿no cree?

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