La debacle del INE en cinco actos
Por Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
“Una rápida visita a la memoria reciente nos recuerda cinco momentos coyunturales que explican cómo se ha apuntalado la desconfianza en el instituto sólo en los últimos cuatro años”.
Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental que publicó el Inegi en mayo de 2022, los mexicanos consideran que la institución más confiable es su familia y las que menos confianza les despiertan son los partidos políticos. 86.7 por ciento de los mexicanos mayores de 18 años consideran a sus familiares como altamente confiables, mientras que sólo 27.9 por ciento consideran que los partidos políticos lo son. La confianza en los institutos electorales -de los cuales el más conspicuo es el INE- está por la mitad del espectro: el 53.1 por ciento de los mexicanos los consideran confiables.
El 1 de noviembre de 2022, el diario Reforma publicó los resultados de una encuesta basada en una pregunta tendenciosa: según el diario, sólo el 13 por ciento de los mexicanos está de acuerdo con que el INE “desaparezca”. El problema es que la desaparición del INE no ha sido planteada ni puesta sobre la mesa de discusión en ningún momento. Lo que se está debatiendo desde abril es una reforma política bastante más completa, compleja -y menos grotesca- que esa caricatura con la que se le representa con afán de desacreditarla antes de siquiera ponderar sus ventajas o defectos.
El mismo primero de noviembre, el diario El País dio a conocer una encuesta realizada por el propio INE, pero casualmente no difundida por el instituto, en la que figuraban los siguientes resultados: 1) 93 por ciento de los ciudadanos están a favor o muy a favor de que se reduzca el financiamiento a los partidos políticos; 2) el 74 por ciento declaró estar a favor o muy a favor de que se reduzca el presupuesto del INE; 3) el 78 por ciento se pronunció a favor o muy a favor de que los consejeros del INE y los magistrados del TEPJF sean electos por la ciudadanía y 4) el 52 por ciento declaró estar a favor o muy a favor de que el INE sea sustituido por el INEC, el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas propuesto en la iniciativa de reforma político electoral enviada por el Presidente López Obrador.
Más allá de la discusión que se suscitó acerca de un supuesto ocultamiento de estos resultados (el INE se defiende de esa acusación alegando que la encuesta es de uso interno y estaba publicada en su portal de transparencia), paradójicamente, lo interesante de las cifras es que no sorprenden a nadie, y parecen confirmar el ambiente generalizado de desconfianza que el instituto, con ayuda de sus consejeros, se ha empeñado en ganar tan solo en este sexenio.
Sin ir más lejos, y sin mencionar siquiera el ominoso papel que cumplió el predecesor del INE, es decir, el IFE, en las elecciones de 2012 y 2006, una rápida visita a la memoria reciente nos recuerda cinco momentos coyunturales que explican cómo se ha apuntalado la desconfianza en el instituto sólo en los últimos cuatro años.
El primero es la negativa a acatar las medidas de austeridad republicana. La constitución mexicana en su artículo 127 establece que ningún servidor público puede ganar más que el Presidente. Pero algunos organismos autónomos, entre ellos el INE, obtuvieron suspensiones temporales para mantener sus sueldos intocados. López Obrador tiene un salario neto de 136 mil 700 pesos al mes, según el reporte de PROFECO del 25 de julio de este año. En ese mismo reporte se informa que el presidente del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) gana más de 286 mil pesos, y el Consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova, tiene un sueldo de 240 mil 500 pesos. Otros servidores de diferentes organismos autónomos también se han amparado para conservar sus altos salarios, pero el que lo haga el árbitro electoral es más grave: su renuencia se lee como desacato a la ley y como rebeldía ante una de las medidas más centrales del proyecto gobernante. Esto coloca al árbitro electoral en una posición innecesariamente antagónica, y con ello, se socava la imparcialidad que requiere mostrar una institución de su naturaleza.
El tercer incidente sucedió en enero de 2022. En medio de las disputas sobre los recortes al presupuesto del INE, el Presidente López Obrador mostró una tabla comparativa de los fondos con los que cuentan catorce órganos electorales de América Latina. En ella, el INE figura como el que mayor presupuesto recibe, casi cinco veces por encima de quien aparece en segundo lugar, el Consejo Nacional Electoral de Colombia. En un intento por “combatir la desinformación”, el INE lanzó una campaña, involuntariamente efímera, en la que un chipotle exasperado regañaba a la audiencia por “haberse creído” la información que circulaba. Su argumento era que la cifra de mil 318 millones 471 mil 370 millones de dólares que figuraba en la tabla como el monto recibido por el instituto en 2021, no era comparable a los presupuestos de los otros países, pues el INE cumple múltiples funciones que no tienen asignadas otros órganos electorales del continente. El tono encolerizado de la caricatura naranja chillante, más que convencer, logró exactamente lo contrario: revertir (aún más) los ánimos de la población en contra de una institución que, además de ser percibida como onerosa, se dirigía a la población de una manera abiertamente histérica.
El cuarto momento se dio unos meses después, con el ejercicio de revocación de mandato. En esta ocasión, la campaña para desalentar la participación ciudadana contó con la colaboración activa del consejero Ciro Murayama, que en diversos foros recalcaba que no era obligatorio votar y que incluso no hacerlo se podía leer como una señal de protesta en contra de la organización misma de la consulta revocatoria. Nuevamente, la falta de promoción (o abiertamente, la promoción en contra de la consulta) mostraron al INE como una institución que cumplía su obligación a regañadientes y que proyectaba hacia la opinión pública esa actitud condensada en la famosa línea de Bartleby en aquel cuento de Herman Melville: “preferiría no hacerlo”.
Por último, no podemos olvidar las escandalosas e incomprensibles resoluciones del Tribunal Electoral en contra de la senadora Antares Vázquez, a quien se amagó con retirarle los derechos políticos por haber incurrido, según dos magistrados de la sala regional especial, en violencia política de género. Del mismo modo, se trató de sancionar a la diputada Andrea Chávez por un tweet. También se emitieron citatorios en contra de activistas, periodistas y usuarios de redes sociales por haber promovido la consulta popular de 2021, alegando que hacerlo era facultad exclusiva del INE. Todas estas denuncias y sentencias finalmente fueron desechadas, pero en lo que eso sucedió, se sembró un clima de amedrentamiento y acoso en contra de las personas que el INE considera “adversarios” por expresar libremente sus opiniones.
En estos cinco momentos que enlisto, el INE fue consolidando una postura de actor político y no de árbitro de las contiendas electorales. Es perfectamente entendible que, siendo además un actor adverso al proyecto gobernante se haya echado encima la antipatía de la mayoría que simpatiza con el gobierno. Los modos altaneros y enfurecidos de los consejeros más visibles, Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, no han ayudado a suavizar la relación entre el INE y la ciudadanía. Siendo todo esto así, no es sorprendente que la idea de una reforma que limite los caprichos de agentes individuales y fortalezca la institucionalidad de un órgano que, por sobre todas las cosas, debe ser imparcial y confiable, sea vista con buenos ojos por un alto porcentaje de esa misma ciudadanía que el INE, a pesar de sus campañas mediáticas, no es capaz de representar.