Prohibido preguntar
Por Óscar de la Borbolla
“Casi me atrevería a decir que quienes no son capaces de leer la circunstancia deberían abstenerse de preguntar: hay preguntas que enfangan, que le quitan al cosmos su grandiosidad, que nos derriban a lo pedestre; preguntas no civilizatorias”.
Uno nace y muere convencido de que la mejor virtud de los seres humanos es preguntar, que las preguntas siempre vienen a cuento, que por ellas el conocimiento prospera, las prácticas mejoran y el mundo cerrado, opaco e incomprensible se ha venido convirtiendo, poco a poco, en nuestro cómplice. En suma, que gracias al influjo de las llaves maestras que son las preguntas el mundo se ha vuelto inteligible. Y obviamente es verdad; lo que no quita que haya preguntas completamente necias e incluso impertinentes: la del zafio que tras una explicación diáfana, didáctica y completa insiste en su por qué sin haber entendido nada, o la del niño con su mecánica cantinela de por qué, que más que dudas que lo inquieten son un mero prurito verbal, resultan ejemplos contundentes. Y qué decir del coloquio amoroso cuando en la cima del enamoramiento los amantes se preguntan: ¿Me quieres?
Hay preguntas vacías, mecánicas, impertinentes que sólo aspiran a constatar lo obvio, o a desencadenar una conversación que nace muerta. El ejemplo más extendido son las preguntas sobre el clima: alguien dice: Qué mal está el clima, ¿verdad? Y afuera, claro, llueve a chubascos. Aunque, la que he padecido durante décadas en la universidad, es aquella con la que los estudiantes tocan a mi puerta para preguntarme, viendo que a todas luces estoy solo, si ahí se encuentra mi compañero de cubículo, quien sabe cuántos momentos de lectura profunda o de frases geniales que estaba a punto de obtener, fueron interrumpidas por ese ¿no está aquí el profesor fulano?
Creo que es imposible hacer un inventario de los distintos tipos que existen de preguntas huecas. Aunque quizá las peores sean aquellas que rompen los momentos de éxtasis: durante un concierto hay veces que uno llega a sumergirse en el paisaje de la música: pasa de los violines al oboe, y está en la cúspide del sonido de un clarinete perdido en otro mundo y alguien, una persona que uno eligió de compañía, le toca el antebrazo para preguntar: ¿Sabes cómo se llama la chelista?, o lo que aún resulta más obsceno: ¿No tienes hambre?
La inoportunidad, el mal gusto, la falta de tacto, lo fuera de lugar que es preguntar en un velorio al principal de los deudos: ¿Y de qué murió su familiar? Es la prueba de que no toda pregunta amplía nuestro universo, ni es benéfica, ni constituye una característica que nos ennoblezca como especie.
Casi me atrevería a decir que quienes no son capaces de leer la circunstancia deberían abstenerse de preguntar: hay preguntas que enfangan, que le quitan al cosmos su grandiosidad, que nos derriban a lo pedestre; preguntas no civilizatorias. Preguntas que no deberían hacerse, pues mucho de lo que levantamos en la convivencia, con enormes esfuerzos, está tan sólo sostenido por frágiles palillos, me refiero a esas preguntas cuya respuesta uno preferiría no saber.
Como podrá comprenderse fácilmente: hay de preguntas a preguntas, y no todas son buenas. Por favor, no vayan a preguntarme ¿por qué?