El sexenio perdido

Por Jorge Javier Romero Vadillo

Aunque cotidianamente el Presidente insista en que las cosas ya no son como antes, que ya se acabó la corrupción porque él es honesto, el sistema de botín que ha caracterizado a la historia estatal mexicana se mantendrá intacto.

Pese a la grandilocuencia del Presidente de la República, que alardea cotidianamente de la gran transformación que encabeza, y el fanatismo con el que sus seguidores espontáneos y pagados creen en él, el Gobierno que está ya en su último tercio acabará por ser un sexenio perdido, tanto en términos de crecimiento económico como de desarrollo institucional para el país.

Los datos económicos son incontrovertibles. A pesar de que el crecimiento este año será de alrededor del 1.9 por ciento, el tamaño de la economía mexicana apenas si rondará los niveles de 2017, un año antes de que López Obrador llegara a la Presidencia. Es verdad que el costo de la contracción provocado por la pandemia ha sido ingente, pero entre las grandes economías del mundo sólo España y México no han podido recuperar los niveles previos al frenón provocado por la COVID.

Además, la incertidumbre ha aumentado por el conflicto generado en el marco del T–MEC por la política energética a la que se ha aferrado López Obrador, con lo que se ha puesto en riesgo el único espacio que mantiene a flote a la economía mexicana y garantiza la llegada de inversión productiva. Por más que el Presidente quiera presentar como grandes éxitos la estabilidad cambiaria y la llegada de remesas, esos indicadores son insuficientes para hacer una valoración positiva de la gestión económica de esta administración. Al final de cuentas, el país será más pobre al final de este sexenio de lo que ya era antes de 2018.

Tampoco saldrá bien parado el Gobierno de López Obrador en reducción de la pobreza, tema que se suponía central en su programa y que ha justificado la sequía presupuesta a la que ha sometido a la administración en aspectos tan relevantes como salud y educación, con el pretexto de destinar los recursos a sus programas sociales, los cuales tampoco han dado los resultados esperados, aunque parecen eficaces para mantener la lealtad clientelista en torno a Morena.

Pero el mayor parón que ha vivido el país durante estos años ha sido en el desarrollo institucional para la consolidación de un auténtico Estado de derechos, una democracia constitucional eficaz sustentable en el largo plazo, que garantice la convivencia pacífica de la sociedad mexicana y genere oportunidades de prosperidad a la población. Al final de este Gobierno, el Estado mexicano será más débil e ineficiente, con menor rendición de cuentas y respeto a los derechos humanos, con una mayor presencia militar en la gestión pública.

No será el Estado menos corrupto de lo que históricamente ha sido. Aunque cotidianamente el Presidente insista en que las cosas ya no son como antes, que ya se acabó la corrupción porque él es honesto, el sistema de botín que ha caracterizado a la historia estatal mexicana se mantendrá intacto. Incluso habrá retrocesos significativos, pues nada se ha hecho para hacer cada día menos patrimonial y más profesional a la administración pública. Por el contrario, los gobernadores y alcaldes surgidos de Morena consideran sus triunfos electorales como patente para repartir discrecionalmente el empleo público entre sus huestes y para otorgar contratos a sus socios y amigos.

Los avances del sexenio anterior en la construcción de un sistema nacional anticorrupción basado en reglas claras y con garantías para la rendición de cuentas fueron abandonados, pues el Presidente impuso su visión moral del asunto, que lo considera un asunto de voluntad, en lugar de abordarlo como un problema de acción colectiva y del sistema de incentivos resultante de la trayectoria institucional.

La apuesta de López Obrador para reformar la gestión pública ha sido la militarización, con el argumento de que la disciplina castrense y la preparación de sus cuadros serviría para reducir los problemas de agencia en los que se anida la corrupción y para hacer más eficiente el desempeño estatal. No existe evidencia alguna de que esto haya dado los resultados esperados. Por el contrario, la gestión de las aduanas y los aeropuertos, por poner dos ejemplos conspicuos, es peor que antes y nada indica que la corrupción haya disminuido.

Y qué decir de la seguridad pública. La senda seguida por el Presidente ha sido esencialmente la misma andada por los dos gobiernos anteriores, pero con el agravante de que se han frenado casi por completo los procesos de desarrollo de fuerzas policiales civiles y se desmanteló a la Policía Federal para sustituirla por el simulacro de la Guardia Nacional, añagaza para desplegar más soldados y marinos en el territorio y enmascarar la inconstitucionalidad de la militarización.

La desconfianza presidencial en los órganos autónomos ha sido un obstáculo enorme para el desarrollo de un sistema de procuración de justicia más técnico que político y más eficaz para enfrentar las conductas delictivas. Estos años serán una época de retroceso en la construcción de auténticas fiscalías independientes, bien capacitadas para la investigación y la presentación de casos ante los tribunales y los poderes judiciales tampoco habrán avanzado en su profesionalización e independencia.

Tampoco será este sexenio una época de evolución de la gobernabilidad democrática. Las veleidades autoritarias de López Obrador han engarzado de manea perversa con la aplastante mayoría de su partido en el Congreso, en la medida en la que se trata de una coalición unida sólo en torno a la figura del caudillo y donde lo que se premia es la lealtad y la disciplina, mientras se castiga la independencia de criterio y el trabajo vinculado a causas y propuestas.

Mucho se podría discutir sobre cómo mejorar la representatividad del legislativo, cómo aumentar la proporcionalidad en el Congreso y cómo propiciar la colaboración creativa entre poderes, pero el hecho de que el Presidente se haya planteado el objetivo de reducir la autonomía de los órganos electorales hace que toda reforma de la política, incluida la necesaria de los partidos políticos, deba ser aplazada.

Al final, este será uno más de los gobiernos fallidos que han sido recurrentes en México, pero dejará costurones y cicatrices en el tejido social que tardarán mucho en sanar.

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