El fuero y el federalismo
Recientemente, más por intención política que con razón jurídica, ha surgido la tesis de que para retirar el fuero a un gobernador por delitos federales basta con la resolución afirmativa de la mayoría de la Cámara de Diputados.
Esta interpretación sostiene, grosso modo, que si bien la Constitución prevé expresamente la intervención de la legislatura estatal en el procedimiento de desafuero (a. 111, p.5 CPEUM), dicha intervención se limita a sustituir al gobernador que ha sido separado del cargo como consecuencia de la decisión de la Cámara de Diputados. ¿Cómo se llega a esta conclusión? A través de una falacia que podría resumirse de la siguiente manera: el poder federal nunca puede estar sujeto a la voluntad de un poder estatal, de modo que toda norma debe interpretarse siempre en un sentido deferente a la primacía del primero sobre el segundo.
Hay razones teóricas, históricas y normativas para desechar esta tesis.
El Estado federal organiza las funciones que corresponden a los poderes federales y a los locales. Les asigna competencias jurídicas y, además, las protege frente a posibles invasiones. No existe, por tanto, un poder mayor en grado o entidad a otro. Cada uno sólo puede hacer lo que las normas les autorizan. De hecho, la única deferencia querida por la Constitución opera a favor de los estados, debido a la cláusula residual que establece que las facultades que no estén expresamente conferidas a los poderes federales se entienden reservadas a las entidades federativas (a. 124 CPEUM). Esta cláusula responde a la premisa federal constituyente que heredamos de la Constitución norteamericana: los estados originalmente soberanos renuncian, a través de la Constitución, a una porción de esa soberanía para formar la Federación, pero al mismo tiempo le atan las manos para que ésta no se imponga sobre aquéllos.
La racionalidad histórica del sistema de protecciones o inmunidades de los gobernadores siempre ha procurado acotar el acecho federal. En efecto, el texto original de la Constitución de 1917 previó que los gobernadores sólo podían ser juzgados por la Federación por violaciones a la Constitución y a las leyes federales (“delitos oficiales federales”), a través de un procedimiento específico en el que la Cámara de Diputados acusaba y el Senado dictaba sentencia. El fuero de los gobernadores frente a la Federación, por tanto, consistía en una responsabilidad acotada a esos supuestos, a través de una suerte de jurisdicción especial. El fuero con respecto a delitos comunes locales, por excepción, quedaría en el ámbito de la reserva material del orden jurídico local respectivo. El diputado constituyente Heriberto Jara dejó clara esta intención cuando se discutió el dictamen relativo a las responsabilidades de los funcionarios públicos: “Nosotros no hemos querido que la Federación invada la soberanía de los estados, sino que el espíritu de la Comisión (dictaminadora) ha sido respetar esa soberanía en todo lo que ha sido posible” (21/01/1917).
En 1982, en el contexto de la renovación moral pretendida por Miguel de la Madrid, se planteó una modificación a la Constitución para establecer el régimen de responsabilidades administrativas, políticas y penales de los servidores públicos. En el caso de los gobernadores, la iniciativa incorporó un supuesto de responsabilidad por delitos federales distinto al antiguo procedimiento especial bicameral. Es decir, los gobernadores podrían ser juzgados por delitos federales como cualquier persona y ya no sólo por el Congreso. La iniciativa presidencial previó una protección: la Cámara de Diputados tendría que declarar la procedencia de la acusación, a través del procedimiento que hoy se conoce comúnmente como desafuero, como presupuesto procesal para el ejercicio de la acción penal.
Sin embargo, en la discusión parlamentaria de ese nuevo régimen de los gobernadores se manifestó, como era de esperarse, la cuestión federalista ¿Cómo evitar que la Federación use la capacidad de persecución penal federal para comprometer la soberanía de los estados? La iniciativa sufrió entonces una modificación: se incorporó la cláusula que limita el efecto de la resolución de la Cámara de Diputados al solo objeto de comunicar la determinación a la legislatura local para que ésta decida si se le retira el fuero o no. El dictamen no pudo ser más preciso: “En los términos de la modificación relativa se pretende evitar la impunidad de las autoridades locales por la comisión de delitos federales; pero, en lo que a ellas corresponde, con el más absoluto respeto al pacto federal, la declaratoria de procedencia que emitiere la Cámara de Diputados, no removería el obstáculo procesal, sino dejaría a las legislaturas locales la determinación correspondiente” (Diario de los Debates, Senado, 13/12/1982).
Esa es la razón de que la ley reglamentaria, aprobada por el propio Congreso de la Unión, prevea expresamente que la facultad de poner al inculpado a disposición del Ministerio Público federal o del órgano jurisdiccional respectivo, corresponde en exclusiva a la legislatura local (a. 28, p. 2 LFRSP).
El fuero no es un privilegio personal, sino una garantía institucional de la Constitución, la democracia y el federalismo. Una salvaguarda frente a las posibilidades de abuso de la persecución penal para revertir la legitimidad democrática de un cargo electo o para someter a los poderes locales. Por tanto, la interpretación de sus alcances en un sentido políticamente interesado no es una lectura más de todas las posibles de la Constitución. Es un golpe a la Constitución misma.