La seguridad pública como plataforma política

De vez en vez, las instituciones de seguridad e inteligencia engendran figuras sumamente poderosas –temibles incluso–. Las posibilidades para vigilar y para espiar, y también para usar la fuerza pública de manera arbitraria, han propiciado, en varios países, el surgimiento de mandos que abusan de su posición para convertirse en poderes fácticos. Entre los casos más conocidos destaca el de Edgar Hoover, primer director del FBI, quien logró perpetuarse en el cargo a través del chantaje recurrente a políticos de alto nivel. En la historia reciente de México, Genaro García Luna ha sido el funcionario del ámbito de seguridad que ha concentrado más poder real.

Sin embargo, los mandos del sector seguridad –incluso aquéllos que se convierten en poderes fácticos– evitan generalmente la política partidista. La norma es que simplemente se enriquezcan, y que busquen jalar hilos tras bambalinas, y de esta manera no hacer demasiado evidentes los abusos en los que incurren de manera cotidiana. Por lo mismo, es poco frecuente que las agencias de seguridad e inteligencia sirvan como trampolín para catapultar carreras políticas. Una excepción notable en el ámbito internacional es la de Vladímir Putin, quien inició su carrera como una figura oscura en los servicios de inteligencia. Sin embargo, en el contexto del colapso del imperio soviético, supo aprovechar el conocimiento de las finanzas secretas del gobierno, que sólo la KGB tenía, para asegurar, para sí mismo y su camarilla, el control político de Rusia.

Es poco probable que en el futuro próximo tengamos una figura así en México. AMLO ha hecho todo cuanto está a su alcance para evitar que surja un nuevo García Luna que se apropie del aparato de seguridad y se convierta en un poder fáctico. Para empezar, ha relegado a prácticamente todos los mandos civiles que conocían a profundidad dicho aparato, y le tiene un rechazo casi patológico a quienes hayan tenido algo que ver con la antigua Policía Federal. Se dice que incluso ha vetado el nombramiento de secretarios estatales de Seguridad por el sólo hecho de haber formado parte de dicha corporación, como probablemente fue el caso de Manelich Castilla (comisionado de la Policía Federal durante el sexenio de Peña Nieto, quien el año pasado fue removido de la Secretaría de Seguridad de Quintana Roo pocos días después de haber sido nombrado). Se dice que tampoco simpatiza con la posibilidad de que Omar García Harfuch busque la jefatura de Gobierno de la CDMX.

Por un lado, la fórmula de AMLO ha sido entregar a las Fuerzas Armadas el control de prácticamente todo el aparato de seguridad. Además de la Guardia Nacional, la mayoría de las entidades gobernadas por Morena tiene al frente de sus policías a mandos de origen militar. En Palacio Nacional parece existir la convicción de que la institucionalidad del Ejército es suficiente para evitar abusos demasiado graves (una convicción sobre la que yo tendría reservas). Por otro lado, el Presidente ha destinado posiciones en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana para algunos de sus colaboradores más cercanos, a los que busca impulsar políticamente. Se trata de personas sin experiencia previa en el sector. Por lo mismo, han tendido a dejar los aspectos operativos en manos militares. Sólo ejercen un control superficial y no podrían “adueñarse” del aparato policial.

Sin embargo, estos funcionarios cercanos al Presidente son responsables de algunas negociaciones de alto nivel, así como de la atención a medios. Son ellos quienes comúnmente asisten a las conferencias de prensa mañaneras y quienes dan la cara tras los frecuentes operativos de alto perfil. Por el carácter prioritario que la seguridad tiene dentro de la agenda pública en México, han logrado aprovechar la visibilidad de sus cargos para fortalecer sus aspiraciones políticas. Dentro de este grupo de funcionarios destacan los secretarios Alfonso Durazo, actual gobernador de Sonora, y Rosa Icela Rodríguez, aspirante a la jefatura de Gobierno capitalina. Ahora se suma el subsecretario Ricardo Mejía Berdeja, quien la semana pasada presentó su renuncia para buscar la gubernatura de Coahuila.

Esta fórmula de repartir el control de las instituciones de seguridad entre militares, de quienes se presume que son leales y no tienen mayores ambiciones, y operadores políticos cercanos, que sólo están de paso, no constituye propiamente una estrategia. Es apenas un acomodo. No sé si se logrará en el largo plazo el objetivo de evitar que los mandos del aparato de seguridad se conviertan nuevamente en poderes fácticos. Lo que me queda claro es que el acomodo va en detrimento de lo que deberíamos buscar: la consolidación de liderazgos con vocación de servicio al frente de las instituciones de seguridad. Con este acomodo, como lo resumió un querido amigo, la seguridad pública deja de ser una pasión profesional, y se convierte en una mera plataforma política.

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