‘Mindhunter’: una segunda temporada desigual
No le pude quitar los ojos de encima a la temporada inicial de Mindhunter, serie creada por Joe Penhall, con episodios dirigidos por David Fincher: diez capítulos dedicados a la formación de una unidad del FBI especializada en comprender el modus operandi de los asesinos seriales. La segunda temporada tiene muchas de las virtudes de la primera, empezando por las magistrales secuencias en las que el equipo conformado por Holden Ford (Jonathan Groff), Wendy Carr (Anna Torv) y Bill Tench (el estupendo Holt McCallany) entrevista a psicópatas como Charles Manson o El Hijo de Sam. Sin embargo, esta segunda tanda carece del hilo dramático que supuso la gestación de la unidad de inteligencia, cuyo futuro corría peligro a manos de las autoridades del FBI. Al comienzo de esta temporada tampoco hay un caso específico que resolver. El resultado son episodios que divagan, a menudo sin hallazgos o epifanías.
Mindhunter tropieza al vincular las vidas íntimas de sus protagonistas con las de los psicópatas a quienes entrevistan y acechan. En la temporada original, lo menos afortunado fueron esos vistazos al mundo interno de Holden y su noviazgo con una chica distinta a él. En esta ocasión, las vidas amorosas y familiares de Bill y Wendy no salen mejor libradas: el hijo de Bill se ve involucrado en un acto de violencia cuyos paralelos con Manson y otros asesinos seriales son tan evidentes que resultan burdos, mientras que una olvidada Wendy sostiene un amorío planísimo, cuyos vínculos con su trabajo son tan tenues que es difícil registrarlos.
Mindhunter va a contracorriente de series como Chernobyl, a las que podemos categorizar de largas películas. Sobre todo al principio, su estructura es fragmentada y episódica. Si bien no hay nada negativo en esto, si se decide no fincar la narrativa en un largo y sostenido arco dramático es necesario anclarse a personajes fascinantes, con vidas internas igualmente ricas para explorar, como Don Draper o Tony Soprano. No es el caso. Mindhunter es magnífica cuando nos inserta en la mente de seres extraordinarios y malvados, y torpe cuando intenta hacer lo mismo con individuos ordinarios y más o menos decentes.