Crisis por invasión de Rusia a Ucrania
Por Elena Serrano
En aquellos días oscuros de 1940, cuando Churchill dijo a su pueblo que solo podía prometerles “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”, nunca imaginó que un tiempo después otras guerras serían vividas cada día, cada hora, en imágenes devastadoras de alta definición y a todo color. De haber sido así, estoy segura que habría anunciado una infinidad de sufrimientos, no solo a los soldados, sino a una humanidad entera consternada e impotente ante ese grado de destrucción de la vida y de los espacios donde esa vida transcurre. Debo confesar, por lo tanto, que esta introducción es más que nada un lamento.
Desde este Foro de Política Exterior hemos condenado categóricamente la intervención militar de Rusia en Ucrania, estado soberano reconocido como tal por la comunidad internacional y por Naciones Unidas. Esta condena ha sido prácticamente universal, estimando que desde el Derecho Internacional no existen matices, ya que la Carta de la ONU demanda taxativamente que los conflictos deben ser resueltos en forma pacífica y sin acciones de guerra.
Sabemos que existen antecedentes históricos y jurídicos que podrían contextualizar estos hechos: las amenazas de la OTAN, los misiles apuntando desde bases norteamericanas, las promesas incumplidas desde 1990. Ellos serán abordados por los panelistas. Aun así, la guerra ofensiva constituye una violación incontrovertible al derecho internacional de los derechos humanos, y cualquier relativización cae en un plano inferior al rechazo categórico de la igualdad soberana de los estados, a la amenaza o el uso de la fuerza, a la inviolabilidad de fronteras. Todo ello derivables en crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.
Desde cualquiera que sea nuestra postura al respecto, nos preguntamos desolados estos días como alcanzar la paz. Es urgente establecer una legalidad internacional que impida la violación a la carta de la ONU que en este mismo momento está ocurriendo en otros lugares del mundo: la ocupación de palestina por Israel, la intervención en Siria, Irak y Afganistán, el bloqueo de Cuba, el reconocimiento del Sahara Occidental, Arabia Saudita en el Yemen, solo por señalar algunos.
En estos dramas humanitarios, por complejas que sean las disputas geopolíticas, estratégicas o económicas que están en juego entre las grandes potencias, el recurso de las armas es, en toda circunstancia, inadmisible. Un conflicto armado no es un proceso aislado, es un proceso conectado sistémicamente a un marco acordado. No corresponde asumir que hay agresiones militares toleradas y otras intoleradas, refugiados de primera o tercera clase, masacres legítimas y otras irrelevantes, estados respetados y estados ignorados.
Sin embargo, por muchas preguntas que nos hagamos, y por muchos intentos de culpar a unos o a otros, la gran verdad que predomina por sobre todo lo señalado es la violencia intrínseca, visible y mortal del orden patriarcal establecido y aceptado por miles de años. Es un orden con vocación de muerte que golpea constantemente a hombres, mujeres, niñas y niños, violando sus derechos a vivir en paz. Esa paz que ha sido una bandera histórica del feminismo en todo el mundo, y que lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos.
Es allí donde radica la fuente de la guerra. En particular de esta guerra, en estos días. Hablo como mujer que, como tantas, ha parido hijos, a quien no le parece siquiera concebible que esos hijos sean carne de cañón para nadie, en ninguna parte, por ninguna razón. Ellos son mi vida, son nuestras vidas las que mueren…como si no valieran nada, como si nuestros vientres y nuestros cuidados y nuestro amor fueran bienes desechables, piezas en un tablero de autócratas desquiciados por los territorios y el poder.
Las imágenes que vemos a diario lo confirman. Preciosos niños ucranianos y rusos cuelgan de sus madres buscando refugio mientras sus padres yacen bajo las ruinas de los edificios bombardeados. Hombres que se quedan y mujeres que se van. Vemos sus despedidas desgarradas. Es probable que no se vuelvan a ver. ¿Y todo esto por qué? ¿Para qué?
En 1918, semanas antes del armisticio, moría en las trincheras de Francia el poeta inglés Wilfred Owen. Tenía 25 años. Documentó la guerra a través de sus poemas, los que fueron después tratados con veneración.
Cierro esta presentación con uno de ellos, llamado “Extraño Encuentro”. El soldado narrador muere en batalla y comprende que ha llegado al infierno. Allí se encuentra con un hombre a quien cree reconocer.
El hombre le dice “ambos teníamos los mismos sueños y esperanzas, pero ambos ya estámos muertos, y no podremos contarles a los vivos la verdad sobre la guerra, “ese horror, horror destilado.”
“Soy el soldado enemigo que mataste ayer en la batalla, amigo. Te reconocí en esta oscuridad. Cuando me enterraste tu bayoneta quise defenderme, pero mis manos ya estaban heladas.”
Y termina: “Ahora déjenos dormir.”