El hombre sin cabeza

Por Óscar de la Borbolla

He pensado cortarme la cabeza para estar al ras de mis semejantes.

¿Qué hacer con la cabeza?, me estorba; los techos son demasiado bajos, el marco de la puerta me golpea en la frente, el sol de los jueves me causa insolación. Me sobran por lo menos treinta centímetros, justamente del cuello para arriba. Soy desproporcionado; en los camiones tengo que encorvarme, hundir la barbilla en el pecho y flexionar las piernas. Odio mi estatura, siempre me delata, nunca puedo pasar inadvertido en una multitud.

He pensado cortarme la cabeza para estar al ras de mis semejantes; pero me preocupan mis ojos, ¿dónde poner los ojos?, la vida me resultaría francamente insufrible si dejara de ver. No los puedo guardar en mis bolsillos; serían como unos capulines aplastados o unas uvas oscuras y llorosas perdidas entre el dinero y las llaves que traigo. Las monedas se frotarían contra mi cristalino hasta provocarme terribles infecciones y gravísimas conjuntivitis. Tal vez si colocara los ojos en las manos, si los atenazara con el pulgar y el índice, podría mirar y hasta tener vista de periscopio, pues los haría girar en todas direcciones. Le quitaría la ceguera a mi tacto y al acariciar a una mujer, seguramente me diría que tengo manos de seductor visionario, que le recorro los senos y las ingles como si estuviera leyéndola con extremo cuidado.

A ratos me convenzo de las ventajas que tendría siendo un descabezado: andaría por el mundo puro tronco y extremidades, usaría suéteres de cuello de tortuga, pullovers ajustados con un listón elástico y, en lugar de bufandas, carpetas y mantelitos bordados. Me imagino firmando jugosos contratos para trabajar en los circos, o triunfando en Hollywood con el papel de Juan Bautista junto con una Salomé despampanante. Cuántas cabezas de utilería podría montar sobre mis hombros. Cuántos hombres distintos podría ser. Me haría llamar “El hombre T”. Sería dúctil, maleable, sin pensamientos enraizados; ajeno a cualquier dogma, sin ninguna idea fija, sin principios ni obsesiones, sin sueños recurrentes y, sobre todo, me ahorraría los descalabros, viviría libre de dolores de cabeza, de dolores de muela, de zumbidos en los oídos. Nadie podría verme la cara, no me llamarían cabeza dura ni cabeza hueca. No tendría que gastar en gorros, ni en tónicos para el cabello, ni en vitaminas para la memoria, ni en navajas para afeitarme, ni en champús anticaspa, ni en dentistas, ni en enjuagues contra el mal aliento. Sería un decapitado orgulloso que al vestir su esmoquin podría traer un nido de golondrinas sobre el cuello almidonado de la camisa blanca y la corbata de moño.

Lo único que me molesta de cortarme la cabeza sería darle la razón a la gente: todos los que me conocen dirían: “Ya ven cómo por ucrónico perdió la cabeza, ya ven cómo era cierto que nunca la tuvo bien puesta.” Y cómo argumentarles, con qué boca, que no es lo mismo perder la cabeza que voluntariamente arrancarla de cuajo. Claro está que sin cabeza no oiría los comentarios, que como buen decapitado sería indiferente a las intrigas de este mundo; pero anticipo sus burlas y me entristece imaginar mi cabeza separada de mí, abandonada en un lote baldío poblándose de barbas. Las ratas me cercenarían a mordiscos los labios y los niños me zafarían los dientes para herir a los pájaros con sus resorteras.

Sopeso los pros y los contras de poseer una cabeza, y me quedo indeciso. Total, pienso, qué prisa tienes, si siempre te andan amenazando con que te la van a cortar, espera hasta entonces y, mientras quieras conservarla, agáchala, inclínate: a lo mejor esos treinta centímetros que te sobran, para caber en los camiones y estar a la altura de tus semejantes, se eliminan si te acostumbras a caminar de rodillas.

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