El PAN le entra al corcholatismo
Muchas personas afligidas tienen serias dificultades para encontrar un interlocutor con sensibilidad y paciencia, capaz de brindar afecto cuando le sueltan a quemarropa un borbotón de angustias. Hasta la gente con éxito social puede fracasar en esa búsqueda, ya no digamos los solitarios empedernidos.
Cuando alguien necesita contar sus penas, el sentido común aconseja acudir a la familia, pero como los parientes cercanos a menudo ofrecen consuelos mezclados con reprimendas, un confidente potencial quizá tema concederles demasiada injerencia en su vida, en especial cuando se trata de padres o hermanos proclives a imponer normas de conducta. Sociedad de ayuda mutua, la familia es al mismo tiempo un tribunal de la normalidad y el instinto gregario que castiga con rigor los brotes de individualismo. Por eso los inadaptados prefieren tragarse un dolor antes que comparecer en ese banquillo. En teoría, los amigos íntimos deberían estar mejor dispuestos a escuchar confidencias dolorosas. Así ocurre, por ejemplo, entre las mujeres, que entran en confianza con envidiable facilidad, pues no pesa sobre ellas el estúpido sentido del honor machista. Dos señoras se conocen en una reunión y a la media hora ya están confiándose pormenores de su vida sexual que la mayoría de los hombres no le cuentan ni a sus mejores amigos, pues dar señales de tribulación o flaqueza devalúa su orgullo viril. Entre chingones no se vale cometer ninguna indiscreción lacrimógena, sólo está permitida la confesión fanfarrona: “Fíjate que anoche me cogí a Fulana”. Tampoco pueden confiar en la esposa o la amante para ventilar tribulaciones, en especial cuando las afectan directa o sesgadamente, pues así empiezan a cuartearse muchas parejas. De modo que un varón en busca de oídos comprensivos y respetuosos, quizá no tenga más remedio que recurrir al psicoanalista o a sus venerables ancestros: los confesores, los cantineros y las putas. “Lo que no le cuentas a tu mujer, lo que no le cuentas a tu amigo, se lo cuentas a un extraño en la taberna”, dice un proverbio ucraniano. Seguramente Chéjov había escuchado ese refrán de niño, pues en uno de sus cuentos un personaje reflexiona: “A veces uno se pasa callado un año entero, guarda reservas con los amigos y la mujer y de pronto le abre el alma al primer cadete que se encuentra en un vagón”. Chéjov era un maestro en el arte de sugerir parteaguas existenciales y tal vez por eso le gustaba tanto crear situaciones donde los personajes se abren de capa para revelar su verdad más íntima, pero también sabía que el nudismo emocional puede causar fisuras irreparables entre seres queridos. Al cobrar conciencia de esa incapacidad, algunos de sus personajes descubren que han mantenido toda la vida relaciones superficiales con sus íntimos. En los cuentos y en el teatro de Chéjov, dos afluentes del mismo río, es imposible deslindar la patología social de la personal, ni saber si fue primero el huevo o la gallina. Psicólogo intuitivo, identificaba los muros que nos separan de los demás como si tuviera nostalgia de una sinceridad enterrada en el subsuelo de la conciencia. Hay un común denominador entre los mexicanos y los eslavos, tal y como los retrata Chéjov: la reserva defensiva en el trato con los demás. Nos hermana también el hábito de aflojar la lengua al calor de los tragos, inmortalizado en boleros como “Hoja seca” de Roque Manuel Carbajo. Es probable que muchos terapeutas involuntarios, como el señor tabernero de esa canción, escuchen con fastidio al borrachín atormentado que les desnuda el alma. Pero si no fuera por ellos, ¿cuántos seres agobiados por tensiones atroces hubieran reventado ya? Las borracheras de José Alfredo habrían sido mucho más amargas si no hubiera tenido al menos el consuelo de brindar con extraños, a quienes seguramente usaba como paño de lágrimas. La confianza en los desconocidos nace de un temor al escrutinio de nuestros actos por parte de la gente que mejor nos conoce. ¿Para qué hacer desfiguros en el propio círculo social si cualquier oreja es buena para escuchar lamentos? El llorón ahogado en tequila no aspira a un diagnóstico lúcido de sus problemas: se conforma con el fingido interés de un oyente caritativo o más bien sobornado para prestarle atención. El patetismo de quienes recurren a ese tipo de confidencias no debe hacernos perder de vista su causa profunda: la fragilidad de los lazos afectivos entre seres temerosos de infringir un código de conducta alérgico a la catarsis. Convertida en pilar de la vida comunitaria, la soledad acompañada coloca a los pobres de espíritu en el dilema de confiar en la amabilidad de los extraños, como Blanche Dubois, o exponerse a perder amores o amistades que no soportarían operaciones a corazón abierto.