‘Debemos dejar de pintar el mundo en blanco y negro’: Alfredo Ávila

Alfredo Ávila está preocupado por la forma en que contamos nuestro propio pasado. Tiene tiempo dándole vueltas a esta congoja que al fin madura.

Hace seis años, lo despertó su madre al teléfono. Apenas podía creerlo: su padre había sido secuestrado. “A partir de ese momento, todas las cosas que daba por sentadas se vinieron abajo”. Su matrimonio, su carrera en la academia, la presidencia del Comité Mexicano de Ciencias Históricas, todo sucumbió. Su padre fue asesinado a pesar del pago del rescate.

El doctor en historia por la Universidad Nacional, especializado en la Independencia de México y América Latina y celebrado en universidades del mundo, asimiló que las viejas satisfacciones eran pasajeras, que carecían de importancia, y también que no se estaba haciendo las preguntas pertinentes, las preguntas sobre la forma en que la gente común procesa y enfrenta el sufrimiento. “Mi trabajo no tenía impacto en las personas y eso me preocupó. Fue un golpe seco que acabó con la soberbia que tenemos los académicos, porque la academia puede encerrarte en una torre de marfil y cegarte frente a lo que sucede. Ahora estoy en una etapa profesional más comprensiva; trato de escaparme de la academia dura, la academia que se complace en publicar un artículo –lo cual tiene mucho mérito–, porque quiero entender mi pasado individual, el pasado de los demás, nuestro pasado de otra manera”.

-¿De qué manera?

-No creo en la divulgación académica como se suele hacer en México, no creo en ‘bajar el nivel’ o hacernos accesibles. Creo que hay que problematizar, explicarle a la gente que la historia no es en blanco y negro, que hay malas personas que pueden hacer cosas buenas y que hay buenas personas que pueden hacer cosas malas. Hay que entender a la historia como confrontación con nosotros mismos, con nuestra herencia, con nuestro pasado. Mi abuelo, por ejemplo, era muy bueno, pero era un hombre violento. Hace poco, en el aniversario de la masacre del Jueves de Corpus, ubiqué a algunos de los halcones que sobreviven. Unos daban clases de karate y de taekwondo, allá por la Gustavo A. Madero. Son abuelos queridos por sus nietos, aunque fueran asesinos. La realidad es así de contradictoria. Debemos dejar de pintar el mundo en blanco y negro, como Andrés Manuel, que se cree historiador, que dice todos los días que Juárez es el bueno, aunque reprimió no sé cuántas comunidades indígenas en Oaxaca y Yucatán, o habla maravillas de Morelos, que violaba a su criada-, añade el reconocido autor.

De familia duranguense, Ávila tiene un carácter áspero. No saludaba de beso ni a sus padres. Es seco, como buen norteño. “Había leído algo que me impactó mucho sobre el número de personas que se levantó en armas en la Revolución mexicana. Fue un porcentaje mínimo de la población, no llegó ni al cinco, lo que desmiente las historias del pueblo que luchó contra el tirano. Recuerdo que le dije eso a mi abuelo y me calló. Según él, de niño, vio pasar a las tropas de Pancho Villa frente a su pueblo, por las líneas del ferrocarril, y eran miles y miles, por lo tanto, lo que yo afirmaba no podía ser cierto. Mi abuelo no pudo haberlo visto porque nació el año que mataron a Pancho Villa. Seguramente vio cristeros, pero la memoria así juega. Él aprendió que Durango es tierra de Villa y su memoria le decía que esas personas eran villistas. Me reprimí. Nunca le dije que no podía ser. ¿Para qué?”.

Tras el secuestro del padre, su trabajo en el Comité Mexicano de Ciencias Históricas y el esfuerzo para lograr la Ley General de Archivos, que fue discutida entre profesores del CIDE, miembros de la Organización de Archivos Privados, personal de la biblioteca del archivo de Grupo Carso y legisladores, mantuvo a Alfredo Ávila a flote.

“Si de verdad queremos pensar la historia, hay que hacerlo mirando a la gente que nos rodea, gente como mis padres, gente como mi familia que tuvo problemas para sobrevivir porque a lo mejor no llovía o porque quizás el invierno sería demasiado rudo. Hay que pensar más en lo cotidiano. Por eso, poco a poco me he alejado de la historia de la política y le he puesto atención a la historia de la gente común y a sus problemas. Por ejemplo, por una coincidencia aprendí mucho acerca de lo que pasó con el cólera, lo que pasó con las mujeres y los niños huérfanos del cólera, lo que pasó con una sociedad muy religiosa como era aquélla; eso me ayudó a captar otras cosas sobre esta pandemia, como la forma en que el miedo nos hace actuar de modo irracional y provoca que la gente saque lo peor de sí porque se deja llevar por el instinto de superveniencia. Estos sucesos pueden causar mucha solidaridad, pero también mueve a sectores tremendamente radicales y xenófobos”.

-Como sucede en México…

-Sí. Somos de brazos abiertos mientras se trate de migrantes españoles.

-Exacto. No le abrimos los brazos a los haitianos.

-No, a los haitianos, a los guatemaltecos y a los cubanos, no. En el siglo 19 hubo reacciones similares contra la gente que venía de fuera. Yo debería saber que las epidemias y las pandemias fueron de lo más frecuente en la historia y que había generaciones a las que les tocaban no una, sino dos pandemias en su vida. Por eso insisto en que la historia no sirve para justificar, no sirve ni siquiera para generar identidades; debe servir para comprender lo que somos capaces de hacer y las consecuencias de lo que hagamos. Tenemos que dejar de edulcorar nuestro propio pasado.

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