A dónde va

Por Fernando De las Fuentes

No hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige

Ya nos ha quedado clara, espero que a la mayoría, la naturaleza íntima y personalísima de la felicidad, la seguridad, la tranquilidad. Ya entendimos a estas alturas que debemos atender primero lo que pasa en nuestro interior para que la vida nos favorezca.

Todos influimos en nuestro entorno y en otras personas de maneras insospechadas, para bien o para mal. E, infaliblemente, lo que damos nos retorna, de una u otra manera. No existe la inocuidad de la conducta humana.

Hacer impacta, no hacer también, y aun en esta era de individualismo egocéntrico, nuestra acción u omisión no nos compete solo a nosotros: necesariamente involucra, para empezar, a nuestra familia. De ahí, partiendo del ejemplo, escala gradualmente hasta resonar en todo el mundo. Contribuimos a mejorarlo o a empeorarlo.

No importa qué tan convencidos estemos de que no le debemos nada a nadie, que el mundo es hostil, la vida es difícil y la gente abusa. Todo esto solo es un discurso para evitar la culpa y el remordimiento por nuestras malas acciones, que no son otra cosa que errores conscientes, pequeños o fatales, justificados para no parecerlo o para deslindarnos del mal que ocasionamos. Pero solo nosotros creemos tener la razón, porque, a excepción de nuestros codependientes, que necesitan creerse el cuento, los demás tendrán bien claro que los perjudicamos egoístamente y ni siquiera lo reconocemos.

Cuando hemos llegado a este grado de egoísmo, somos capaces de cometer abierta o veladamente, agresiva o pasivamente, siendo prominentes o marginados, las conductas más reprobadas por la moral, e incluso la ley, que estamos quebrantando con nuestras acciones.

Entonces la sociología, la psicología, las religiones y la sociedad en general hacen notar la falta de valores, la violencia extendida, la desintegración familiar, las patologías mentales, etc., pero poco hablan de aquello en torno a lo cual gira todo esto: las metas y los objetivos que nos trazamos en la vida, su existencia o inexistencia, su factibilidad y su orientación.

Los valores son la guía, ciertamente; digamos que el timón, pero no son la clave; el tipo de ambiente familiar que tengamos nos estimulará o desalentará para fijar y alcanzar metas, pero no es determinante. Hay quien se supera a pesar de su familia y hay quien no lo hace nunca, aunque lo apoye su familia.

La gestión de las emociones nos permite hacernos responsables de nosotros mismos y nuestras metas y objetivos para alcanzarlas, y es evidentemente la vía para los cambios benéficos, personales y colectivos, pero no es indispensable: podemos tener metas y objetivos dañinos, perversos o simplemente intrascendentes.

Así pues, la vida depende de esas metas que nos fijemos, a corto, mediano o largo plazo, y de los objetivos que debamos ir cumpliendo para alcanzarlas. Pueden ser destructivas o constructivas, enriquecedoras o envilecedoras, orientadas a la felicidad, seguridad y tranquilidad, o a incrementar resentimientos, reafirmar viejos dolores y provocar sufrimiento.

En cualquiera de los dos casos hay vida interior: vivimos para hacer daño o para hacer bien, comenzando por nosotros mismos, a partir de metas y objetivos claros, o de algún viejo pero firme propósito que nos hicimos algún día y ya ni recordamos.

Dañinas o benéficas, nuestras metas cualifican la vida. La hacen hermosa o un asco. Los objetivos para cumplirlas le dan sentido a nuestra cotidianidad. Sin unas ni otros, languidecemos.

Metas, por cierto, no son sueños. Estos son el motor. Si nos quedamos como grandes soñadores y pobres realizadores viviremos frustrados. Las metas obligan a la acción y, con ello, le dan contenido a la vida.

Quien transcurre el día a día dejándose llevar por las circunstancias, sin saber qué quiere ni hacia donde se dirige su vida, ya está muerto por dentro. Desafortunadamente, cada día hay más gente en esta condición, especialmente a partir de la pandemia.

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