Más ley y menos abrazos
Nadie puede negar la habilidad que tiene el presidente de la República para modular la agenda política nacional, según la magnitud y trascendencia de esos eventos que van incidiendo en el mejor desarrollo de sus propios intereses o los de su partido. Sin importar qué tan grave o qué tan personal pueda ser el problema que brote contra su administración en las columnas de los principales periódicos nacionales, siempre hay una respuesta o un embate preparados a través de los cuales la atención nacional acaba desviándose para beneficio de su imagen y aceptación personal. Uno resiente, dirigido a relucir las investigaciones que se llevan a cabo sobre presunto enriquecimiento del expresidente Enrique Peña Nieto.
El problema es que, a pesar de no poder cuestionarse la falta de ingenio, y de que problemas tan graves como el manejo de la pandemia o el descubrimiento de la ‘casa gris’ sucumbieron ante ocurrencias como las de pedir una disculpa a España o desmontar la Estatua de la Libertad, hay otros que han aterrizado en terrenos peligrosos que ya no se van a poder evadir. La habilidad para generar episodios nuevos de desventura podría llegar a sucumbir ante la paciencia agotada de vastos segmentos de nuestra sociedad.
Es el caso del desbordamiento de los problemas de seguridad que ahogan al país, y que han cobrado una relevancia demasiado alta en el panorama de los problemas nacionales que deben alcanzar una pronta solución, últimamente magnificado por el asesinato de sacerdotes en Chihuahua.
El punto es que un proyecto de nación en el que para lograr la reinserción de jóvenes delincuentes jamás procesados, se propone la entrega de dádivas y promesas, sin que se permita y promueva la intervención de las fuerzas encargadas del orden y la procuración de justicia, es insustentable por donde se le quiera ver; y la astucia de buscar y encontrar enemigos todas las mañanas para distraer al público y evadir la responsabilidad de analizar qué se está haciendo mal, o simple y sencillamente, qué es lo que se está dejando de hacer, no puede prolongarse indefinidamente, así sea que tal argucia perdure solamente seis años.
El modelo de comunicación ya está agotado y la sociedad, prácticamente en todos sus niveles, exige un cambio de estrategia en materia de seguridad. Quizá podrán prolongarse los programas clientelares, o las magnas obras de infraestructura que este régimen quiere heredar para la posteridad, aunque puedan no llegar a servir ningún propósito útil, pero no cabe duda de que los abrazos a cambio de balazos están superándonos a todos.
Debe de aceptarse que la hilaridad con que la absoluta mayoría de la sociedad pensante recibió el discurso que propuso descender la Estatua de la Libertad la semana pasada, es la misma que durante la campaña provocaba la propuesta de que a los delincuentes debía combatirse a base de abrazos, porque también son titulares de derechos humanos. Ninguna persona seria podía haber creído que esa escandalosa propuesta podía convertirse en una auténtica realidad.
El problema es que la risa ha pasado a convertirse en llanto, porque la criminalidad está desbordada, ya no sólo en el tráfico de estupefacientes y trata de personas, sino también en secuestro y extorsión, que se ha expandido del terreno comercial al residencial. La consumación de cada delito que se comete en el país no es sino el reflejo de un Estado auténticamente fallido en el combate contra el crimen, porque ni se investiga, ni se persigue, ni se juzga cada uno de ellos, ni tampoco hay intención alguna medianamente visible que advierta que tal apoltronamiento de la administración vaya a cambiar.
La gravedad trasciende de la inconformidad nacional al terreno de la violación constitucional, y puede significar la primera etapa de un problema que resurgirá con mucha fuerza en no pocos años por venir.
Al presidente de la república le compete la facultad de velar por el cumplimiento de la ley y de proveer en la esfera administrativa para su exacta observancia, de ahí que goce de atribuciones y presupuesto para ordenar diligentemente el despacho y dispersión de las Fuerzas Armadas para velar por el mantenimiento de la paz pública. En sintonía con aquél, al fiscal general de la república le compete el despliegue de recursos para investigar y perseguir los delitos, para lograr la aplicación de la ley y su castigo, y erradicar la impunidad.
La política de pregonar abrazos entraña una abierta y declarada inobservancia de la ley y, por consiguiente, un rompimiento confeso del orden constitucional en agravio de la sociedad mexicana. Y la consecuencia de tal omisión podría contener en sí misma un delito de abuso de autoridad que podría dar lugar al fincamiento de responsabilidades. ¿Es realmente esa la forma en que el autoproclamado dirigente de la que él ha bautizado como su cuarta transformación, quiere pasar a la historia?
A un poco más de dos años de que el sexenio termine y ante la advertencia que hace el clero sobre la gravedad de la situación que enfrenta la nación, por el crecimiento de una delincuencia galopante y desbordada que se ha superpuesto al más mínimo orden y garantías que el Estado debiera salvaguardar a favor de todos los mexicanos, resulta imperante el análisis introspectivo que haga el presidente de la República para cambiar o moderar, por lo menos, su política de combate a la criminalidad. La estrategia de la mofa está a punto de llegar a ese extremo en el que, quienes están viéndose agraviados por la política, ya se empiezan a preguntar ¿quién será el último que acabará riendo mejor?