Del no a un gobierno militarista, al militarismo
Por Adela Navarro Bello
La diferencia entre la militarización de Calderón y la de López Obrador está en que este último redujo a su mínima expresión y disminuyó los presupuestos de las policías civiles.
Era enero de 2007 y los cárteles de la droga sostenían una cruenta guerra por el poder criminal en el País. Los homicidios dolosos, producto de este enfrentamiento entre mafiosos, aumentaban hasta llegar a contarse por arriba de los 20 mil en un año. Felipe Calderón Hinojosa tomó, entonces, la decisión de, ante la corrupción que imperaba en las corporaciones policíacas, de investigación y ministeriales, civiles, echar mano del Ejército para intentar contener la inseguridad y la violencia en el país.
Militarizó la seguridad pública, al tiempo que estableció protocolos para depurar las corporaciones civiles municipales, estatales y federales, como los exámenes de control, evaluación y confianza, la plataforma México, y las reuniones de seguridad entre distintos órdenes de gobierno, entre otras.
A pesar que sí hubo policías detenidos, investigados, y algunos procesados, muchos de esos elementos recuperaron su libertad, y regresaron a las calles, o incluso a las corporaciones, debido a lo malogradas de las investigaciones ministeriales que los llevaron a prisión por corrupción, por estar coludidos con integrantes de los cárteles del narcotráfico.
La militarización de la seguridad pública, a pesar de las críticas, ya no se detendría. Uno de esos férreos críticos de los militares fuera de los cuarteles haciendo investigación, persiguiendo a narcotraficantes y decomisando droga, armas o dinero, fue precisamente el mandatario nacional actual, Andrés Manuel López Obrador. La desmilitarización de la seguridad pública la tomó como una de sus banderas de campaña, durante las tres ocasiones que fue candidato en 2006, 2012 y 2018.
En 2010, mientras el presidente Felipe Calderón hacía uso del Ejército y la Armada para enfrentar la guerra contra las drogas que definiría su administración, López Obrador señaló, anticipando una promesa para la siguiente campaña presidencial: “No es con el Ejército como se pueden resolver los problemas de inseguridad; no podemos aceptar un gobierno militarista”, y sentenció: “No apostar a una República Militar, sino Civilista”.
Dos años después, cuando en el 2012 se enfrentaría en una campaña electoral ante el priísta Enrique Peña Nieto, López Obrador volvió a la cargada: “No debe seguir exponiéndose al Ejército, ni socavarlo; regresarlo en la medida que se va profesionalizando la policía y eso nos llevará seis meses, en tanto la nueva policía federal sea la que se haga cargo de garantizar la seguridad”. Es evidente, que aun confiaba en la policía civil, y estaba convencido, como en su momento Calderón, que depurar las corporaciones civiles tomaría meses, y en ese periodo la participación del Ejército sería importante antes de su regreso a los cuarteles.
En una cuestión tenía razón el presidente López Obrador, “no es con el Ejército como se pueden resolver los problemas de inseguridad”. Luego de tomar posesión de la República, el morenista cambió de opinión. Encargó, responsabilizó y facultó al Ejército Mexicano y la Armada de México para encabezar diversas tareas, no solo en la seguridad pública, también en la administración de los recursos, la construcción de obras, las aduanas, los puertos, y otras áreas.
Pero las cifras confirman que, efectivamente, el Ejército no ha marcado la diferencia a favor en la lucha contra la inseguridad y la violencia en México. Ni los militares que salieron a las calles en el sexenio de Calderón, ni los que continuaron en la administración de Enrique Peña Nieto, ni mucho menos la tropa que López Obrador ha desplegado y despliega a su antojo en los Estados más inseguros, o en las fronteras del País.
Un análisis del Wilson Center, que considera la estadística del 2007 al 2022, determina, utilizando los homicidios dolosos como métrica, que mayor despliegue militar no significa mayor seguridad, o reducción de índices de violencia. Por ejemplo, consideran los elementos militares desplegados y el número de asesinatos violentos:
Felipe Calderón Hinojosa, 48 mil 500 soldados desplegados, y un promedio anual de 20 mil ejecuciones. Enrique Peña Nieto, 53 mil soldados en calle y 26 mil homicidios dolosos por año; Andrés Manuel López Obrador. 73 mil 347 mil militares en las calles, y 36 mil ejecuciones en promedio por año.
De hecho, en el mismo análisis reportan un incremento en el presupuesto de la Secretaría de la Defensa Nacional del 11 por ciento a partir de la entrada al gobierno de la República, por parte de López Obrador. Pero nada, ni los miles de soldados en las calles y no en los cuarteles, ni el dinero aumentado, han logrado contribuir a una disminución en los índices de inseguridad en México.
De hecho, aun cuando hay más presencia militar en las calles, los operativos de aseguramiento de drogas, de personas, de armas, se cuentan por menos, pues a la política combativa del presidente Calderón, la suplió la política de abrazos y no balazos del presidente López Obrador, quien públicamente ha conminado al Ejército a no perseguir a los criminales.
La diferencia entre la militarización de Calderón y la de López Obrador está en que este último redujo a su mínima expresión y disminuyó los presupuestos de las policías civiles, a las que no ha sometido a depuración alguna, mientras el panista invirtió en municipio, estado y federación, para rescatar de la infiltración, la corrupción y la incapacidad (aun cuando su plan no haya concluido) a los policías civiles.
El presidente López Obrador, quien ya aclaró, aunque no era necesario, que cambió de opinión sobre regresar a los militares a los cuarteles, le apuesta todo a la militarización que tanto criticó, y justifica con el contexto “heredado”; después de cuatro informes ya rendidos, las condiciones en que recibió la administración pública, continúan siendo un pretexto para la falta de resultados, al menos en materia de seguridad.
Por estos días, las habilidades políticas del presidente contribuyeron a que en la Cámara de Diputados se aprobaran diversas reformas a la Constitución, entre ellas la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, para dar a la SEDENA la atribución para el control operativo y administrativo de la Guardia Nacional, moción que, de aprobarse en los siguientes días en el Senado de la República, militarizaría al País, y dejaría a México sin una corporación civil nacional.
A la par, del ala priísta de la Cámara de Diputados, se presentó una iniciativa para ampliar el tiempo que las Fuerzas Armadas tendrán funciones complementarias con la Guardia Nacional en materia de seguridad pública. El decreto presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación en el año 2020, daba como fecha límite para la labor de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública del País, el 27 de marzo de 2024, el mismo año que el presidente Andrés Manuel López Obrador concluye su encargo nacional. Pero los priístas ahora proponen que el Ejército continúe en las calles hasta el año 2028, cuatro años más allá de concluida la era lopezobradorista en México.
Allende del brete político electoral en el que se ha metido al PRI, al apoyar y dar sustento a la militarización de la seguridad pública, podría ser que, con la ayuda del tricolor, López Obrador lograra el sueño de la militarización que inició Felipe Calderón, no solo reformando la Constitución sino ampliando la permanencia de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, en una política transexenal. Quién diría que lo que Calderón inició López Obrador lo concluirá nada corregido, pero si aumentado.