Hay que comparar, compararnos

Por Óscar de la Borbolla

Comparar también sirve para acercarnos a la sabiduría.

Todo punto de comparación es arbitrario, pero tiene la virtud de hacer saltar diferencias que de otro modo no descubriríamos. Al comparar, nuestra mirada se vuelve analítica, pues se orienta a distinguir los detalles, grandes o pequeños, que hacen la diferencia: es como si la vista marcara con una cuadrícula en uno y otro objeto y fuera cotejando las partes que tienen en común y las que tienen de distintas. Es así como entendemos o, mejor aún, es la disposición inmediata de la mirada occidental.

Lo comparado puede estar muy distante o compartir múltiples semejanzas. En ambos casos, brotan diferencias que resultan obvias y toscas o sutiles y útiles. Por ejemplo, comparar un elefante con un edificio es en apariencia disparatado, pues nos permite descubrir instantáneamente la gran diferencia: el primero está vivo y el segundo no, pero también si uno persiste aparecen diferencias menos obvias, pues al poseer ambos una estructura que les permite mantenerse erguidos, cada cual tiene una estructura muy distinta y ahondar en la estructura del elefante podría, tal vez, permitirnos revolucionar las prácticas de la construcción de edificios. Las comparaciones son una mina de hipótesis si se saben observar cuidadosamente las diferencias.

A la pregunta ¿por dónde empezar a conocer lo desconocido? La respuesta es comparando unas cosas con otras y esta pista no es menor. Podría ser la principal guía del conocimiento, pues comparando y compilando se han establecido las especies; se han podido establecer los catálogos de la zoología y la botánica… comparando también una sociedad con otra se han descubierto aspectos que permiten identificar las idiosincrasias, e incluso al compararse uno consigo mismo puede comprender su evolución y su cambio. Sí uno desea conocerse realmente y cumplir así con el mandato del templo de Delfos, con el famoso texto que estaba como un mandato en sus paredes: “Conócete a ti mismo”, lo primero es encararse con sinceridad comparando lo que uno ha sido, pensado y hecho en distintos momentos de la vida y, más allá de las falsas impresiones que por complacencia uno se hace de sí mismo, podría descubrir esos rasgos constantes que nos han acompañado invariablemente, pues uno solo es eso que, a pesar de las diferentes circunstancias cruzadas, queda como un saldo constante.

De la comparación también surge una de nuestras capacidades más encomiadas: la crítica, que no consiste en otra cosa más que en señalar, mediante la relación de una cosa con una idea, o de una cosa con otra, lo que a una de las dos le falta, y mientas más perfecto sea nuestro punto de comparación, nuestro modelo, o nuestra idea de lo que debería ser, más defectos se descubren en lo criticado y más malhecho aparece ante nosotros. Los inconformes son los grandes soñadores de modelos, lo devotos de los ideales más altos, son aquellos que no se han contentado con el hundimiento de las utopías, porque traen en los ojos la imagen de unos mundos perfectos.

Hoy, para criticar nuestra época no hay mejor elemento de contraste que Diógenes: un par de las anécdotas de su vida bastan para entender el grado de imbecilidad, dependencia y servilismo que caracterizan a nuestro tiempo: cuentan que no poseía más que una cuchara y un cuenco para beber agua y que, cuando descubrió a un muchacho que bebía de la fuente con su mano, tiró el cuenco diciendo: Ahora soy más libre. Y también cuentan que cuando el emperador Alejandro fue a buscarlo para ofrecerlo lo que quisiera, Diógenes sólo le pidió que se hiciera a un lado porque le tapaba el sol. Hoy, en cambio, hasta los más miserables cargan con innumerables pertenencias y no hay quien resista no la tentadora oferta de un emperador, sino la dádiva insignificante de un burócrata de cuarta. Comparar también sirve para acercarnos a la sabiduría.

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