Despedida

Por María Rivera

“Y si algo me enseñaste, querido poeta, es a adentrarme en la negra selva del lenguaje con tan solo una certeza: todo ha de decirse, siempre. No importa que después, ante el vuelo inesperado de mis alas, me abandonaras para siempre”.

Fue mi maestro, mi amigo, mi interlocutor literario y político, mi lector, mi crítico, durante más de una década. Nos unieron los poemas, la charla, los amigos: los poetas Antonio Deltoro y Eduardo Hurtado, mis otros dos maestros, el trabajo por casi veinte años en la Casa del Poeta. Nos separó, irremediablemente, la política de la lengua, y un poema.

No importa ya, querido: que tu alma vuele entre los lirios, la abrace el mediodía, descanse entre las copas de los árboles, llene de gracia y luz a las palabras que tanto amaste.

Entrégate a los brazos de la poesía, que en ellos descansa ya tu voz. Vuela, bebe de las flores, escucha el címbalo, la cadencia de las olas.

Yo seguiré peleándome con todos, David, ya lo sabes, incluso contigo. Yo seguiré levantando la voz contra la injusticia, seguiré diciendo en voz alta la verdad. Y lo haré por ti, también, por la poesía, por todos nosotros.

Así, terca y obstinadamente, diciéndole vagina a la vagina y usando diminutivos: la verdad humilde de las hierbas. Pero, sobre todo, querido David, seguirá ahí mi voz, porque los ríos no pueden detenerse, como las olas, a menos que el corazón mismo del agua se detenga.

Porque me conoces y bien, y aunque ya te fuiste, sé que en alguna parte de ti aún me escuchas, llamándote.

Algún día nos sentaremos, tú y yo, en el inframundo, a ajustar cuentas: nos veremos descarnados y sonrientes, seguramente. Tú y yo, como aquella vez que fuimos a Puebla con la mano gélida de la muerte tocándome la espalda, un día como hoy de hace veinte años. Así será, un desayuno, en una terraza donde hablaremos, largo y tendido, de las cosas que ya no importan.

Descarnados y frágiles, rompiéndonos, discutiremos. Y tendrás que escuchar lo que no te dije y seguramente, a la mitad del intercambio, nos haremos polvo, polvillo de las eras y acaso solo quedemos convertidos en lechugas o jitomates o una vara de romero. Hechos limo, o a penas pelusillas o tímidas esporas.

Ay, David, tanta, tanta, tantísima belleza diminuta, esferas de la noche repicantes, que seguramente nos mantendrá absortos como si fuéramos abejas. Acaso volaremos por entre los juncos, tú y yo, sonrientes, olvidemos en nuestros cuerpos devorados por la muerte, las afrentas.

Imagínate, nuestras conversaciones sentados en una gota de rocío, o sobre un grano de arena del desierto. No tendremos lengua, ni memoria, ni ojos. Seremos dos semillas que discurren entre raíces la verdad del musgo. Arreglaremos así las vanidades, las letrillas, las canciones, el mundo todo, amigo mío. Acaso, querido David, seamos un murmullo, las voces de los muertos, en un coro ininteligible: los que hablaron por mi voz, y la tuya en acentos gongorinos. Gorgojearemos un gramo de memoria entrecortada: retazos de la historia desvaneciéndose en el viento.

Y allí, frente a frente, cráneo contra cráneo, desde las blancas cuencas del calcio, nos miraremos fijamente, como dos hermanos que han olvidado la madre que comparten.

Yo te diré que soy yo y tú, que tú eres y quizás ahondaremos en el desacuerdo irremediable o cavemos hondo, sobre la brisa inerte, hasta el mismísimo consuelo.

Nada importará ya, querido amigo, como no importa ahora: ni el rayo crispado de la muerte, ni el tumultuoso grito de la vida. Al fin y al cabo, ya te fuiste. Pero eso sí queda: una muela, un diente, una calavera sonriente de la misma muerte avasallada ¿o no son estas palabras una estocada en su pálida frente, no es la poesía la revancha germinal del polvo? ¿no tendría yo, justamente yo, que ser quien te escribiera estas palabras?

Dime que no estás de acuerdo y no me escuchas, en las aéreas mansiones de tu vuelo: yo estoy aquí esperando a que abras los ojos a la muerte y allí me esperes. Llegaré a la cita, tarde o temprano, a encontrarte, tenlo por siempre. Porque todas nuestras eternidades se nos mueren, y hay que velarlas, siempre.

Y si algo me enseñaste, querido poeta, es a adentrarme en la negra selva del lenguaje con tan solo una certeza: todo ha de decirse, siempre. No importa que después, ante el vuelo inesperado de mis alas, me abandonaras para siempre.

Dalo así, por descontado: sigo siendo esa joven aguerrida que te llamó una tarde, la madre que te llamó una mañana desasosegada por la violencia de la especie. La misma que, acaso, quiero pensar, intentaste salvar de la poesía, infructuosamente.

Ese destino de horror que paga pero muerde, arranca la lengua del alma o el alma de la lengua.

Acaso, nos hagamos así: ascendiendo o descendiendo hacia donde no hay nada, tú lo sabes, salvo la voz. Acaso hayas alcanzado ya esa dulce vía láctea lejos del sufrimiento del cuerpo, el órgano, lo insuficiente: lejos de la fiebre atroz que la materia supura cuando se enardecen sus células en total flagrancia, la cruel maestría de dios, como dijera Gorostiza.

Tal vez, supongo, no te hubiera gustado esta carta en la que me despido, o tal vez, sí, pero no importa, me conoces. Soy yo y éramos, ambos. Mucho tiempo fuiste una presencia tutelar, aunque te dije, nos dijimos adiós irremediablemente, sin decirlo, por un poema evanescente: pobres y humildes palabras. Pero ya ves, no es mía la voz y el adiós nunca se termina, se alarga hasta las últimas nervaduras, se interna para salir del espanto, siempre.

Dime si aprendí bien la lección, si en las honduras de la muerte había que decir, siempre y todavía, el nombre exacto de la zarza que, sin consumirse, arde.

Y como en realidad hace mucho que descubrí que la poesía solo puede hacerse en soledad, tal vez allá, en este sueño de la muerte, nos encontremos sonrientes y dichosos como si el tiempo pudiera ser todavía y para siempre y el amor un río constante y silencioso entre los seres; como si pudiésemos volver a esa misma mesa en Puebla, hace veinte años donde charlamos de la muerte, yo con treinta y tantos, tú sonriente. A esas horas felices que pasamos cuando tanto nos quisimos.

Vuela, querido David, hacia el sol, las hojas de los árboles, los pétalos de las flores, las nubes densas. Espérame allí, en esa eternidad diseminada, a donde arribaremos todos, acompañados por tus palabras y las palabras de Lorca: duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

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