La incertidumbre
Por María Rivera
“No dejo de pensar que cada vez que me relajo para convivir sin cubrebocas en alguna comida familiar o voy a un restaurante al aire libre estoy exponiendo mi salud”.
La semana pasada escribía sobre la necesidad de seguir usando el cubrebocas en espacios cerrados, querido lector, contrario a lo que algunos piensan o creen. Esta semana estuve leyendo algunos informes médicos que señalan, cada vez más, que las infecciones por covid tienen y tendrán consecuencias muy dañinas en la salud a largo plazo. Estudios que ya pueden medir los efectos tras meses de la infección, han descubierto que el covid puede alterar el funcionamiento del sistema inmune a largo plazo, volviendo susceptible a la persona infectada a desarrollar enfermedades que de otra manera serían menos graves o no se desarrollarían en absoluto o volviendo propenso al cuerpo a desarrollar patologías autoinmunes. Así de delirante y contradictorio es el covid, que aún permanece como un misterio médico. Enfermedades que solían causar cuadros no graves, atacan con virulencia a las personas. Incluso, se habla de que covid podría ser un virus oncogénico.
Muchos estudios hay ya, querido lector, que señalan una y otra vez, que la humanidad se enfrenta a una amenaza a largo plazo, si la gente se sigue contagiando una y otra vez. Y no es que la gente tenga ya muchas opciones para evitarlo: la presión económica y social vuelve casi imposible que las personas puedan tomar acciones para evitarlo, sin ser tachados de “adictos a la pandemia” o sin ser excluidos. Y aunque todos tenemos libertad individual para portar un cubrebocas, no todos podemos decidir la calidad del aire que respiramos en oficinas, por ejemplo, o la calidad del aire en el transporte público o en un aula. Es asombroso que tras estos años, no se hayan desarrollado políticas de salud pública destinadas a mitigar el mayor riesgo de contagio que hay y está en el aire, implementando sistemas adecuados de ventilación y filtración de aire. O sea: estamos y estaremos sometidos a una especie de lotería macabra en la que algunos se contagiarán y acabarán muriendo o enfermando gravemente durante meses o años, mientras la pandemia continúe. O quizás presentando, sin saberlo, daños cardiovasculares que terminarán en infartos o embolias, de manera “inesperada”, debidos a una infección leve o asintomática previa, que no serán reconocidos como consecuencia del covid.
En las redes sociales, como twitter, de hecho, hay un murmullo sobre las muertes repentinas de personas que el movimiento antivacunas adjudica a la vacunación, sin fundamento alguno. Lo cierto es que sabemos que el virus causa daños en el sistema cardiovascular y que uno de sus efectos es el ataque al corazón. Lo desasosegante del tema es que, en realidad, tres años es muy poco aún para conocer todos los efectos a largo plazo de un virus que, además, está mutando y que puede cambiar la forma en que afecta el cuerpo conforme cambia sus características. O sea: seguimos siendo el conejillo de Indias o el plato de Petri de un patógeno, por desgracia y será el sufrimiento de millones de personas el que arroje luz sobre su verdadera naturaleza. Así, en realidad, nos hemos resignado a vivir en la incertidumbre ¿vendrá una nueva ola? ¿será una variante peor? ¿cuáles serán sus efectos a largo plazo? ¿la siguiente logrará evadir la inmunidad previa?
Yo no dejo de sentir, se lo confieso, que cada vez que me relajo para convivir sin cubrebocas en alguna comida familiar, o voy a un restaurante al aire libre estoy exponiendo mi salud. Hace unas semanas estuve hospitalizada unos días y solo podía confiar en la buena suerte de que el virus no se apareciera por mi habitación, ya que ahora la prevalencia es baja. Claro, uno no puede vivir temiendo lo peor, todo el tiempo. Pero eso es solo una forma de la política: elegimos relajarnos, olvidarnos, no saber, abandonarnos. Se puede vivir en ese estado de negación y correr con suerte, y se puede vivir en ese estado de negación y no tenerla. Eso es justamente lo que define la incertidumbre: que no sabemos, realmente, cuál será nuestro futuro porque depende de una variable que no controlamos y nuestra libertad está limitada por un sin número de factores. No hay, pues, mejor paliativo para la incertidumbre, que el pensamiento mágico.
También existe la posibilidad de que evitemos todo un horizonte de conocimiento que vuelva nuestra vida estable y aparentemente segura, aunque descanse el ilusiones y mentiras. Yo conozco mucha gente así, muy cercana. Gente que murió, incluso, por covid, acostumbrada a vivir de esa manera. Para mí, ese tipo de personas siempre serán un misterio, como seguramente yo lo soy para ellos. Un muro de incomprensión se levanta, indefectiblemente, entre nosotros. La buena noticia, es que las personas pueden ejercitar la tolerancia, más allá de la comprensión. Tal vez esta pandemia haya servido para eso, desarrollar nuestra capacidad de respeto y empatía por los otros, diversos y distintos. O tal vez no y estoy siendo optmista.
Como sea, querido lector, cuídese. Puede ser que tal vez, en un futuro, haya valido la pena protegerse todo el tiempo, cuando no vea su salud mermada. Sin vivir temiendo, pero también sin vivir en una burbuja de mentiras destinadas a hacerlo productivo a costa de su salud y su vida. Después de todo, la vida sin salud es muy difícil de vivirla. Tal vez su decisión de protegerse, termine por proteger a otros de ese destino, sin saberlo. Esos que no creen que puedan enfermarse crónicamente y perder la esperanza. Todos estamos a tiempo de parar las nuevas variantes y recuperar nuestras vidas. No sé si tan felices como antes, pero al menos sin esta horrible incertidumbre. Eso sería suficiente, la verdad, para que todos nos protegiéramos ¿no cree?