El “caballo de Troya” del sistema electoral
Por Leopoldo Maldonado
Por supuesto que hay que restringir la propaganda encubierta y sancionar a los actores políticos cuando quieren romper con el acceso equitativo a espacios de comunicación.
La comunicación de los partidos políticos es una herramienta fundamental para una disputa normada por el poder. También es un indicador de las condiciones formales y materiales de equidad en la contienda. La lógica comunicación-equidad radica en que quien tenga más exposición pública, sea candidata o partido, tiene más posibilidades de difundir su programa política y por lo tanto más probabilidades de ganar. En pocas palabras, “santo que no se ve no se adora”.
Siendo así, el sistema electoral no puede dejar de lado que la posibilidad de los institutos políticos de comunicarse con la población es un elemento básico de la contienda electoral. Por eso es necesario tener reglas claras. Punto. Pero una cosa es la distribución equitativa del acceso a los medios de comunicación y otra cosa es la auditoría de los discursos.
En México, el acceso a tiempos de radio y televisión para los partidos políticos se reguló desde 1986. Ha pasado por el otorgamiento de 15 minutos mensuales en radio y TV; tiempos al aire de acuerdo con el porcentaje de votación (1990); autorización a partidos para contratar tiempo en medios (1993) y porcentajes proporcionados a cada partido y la obligación del entonces órgano electoral (IFE) para elaborar monitoreos de la cobertura en medios (1996).
Después de la cuestionada elección de 2006 se dio un giro radical al modelo de comunicación político-electoral, desde mi perspectiva con aspectos sumamente restrictivos para la libertad de expresión. En la Reforma Electoral de 2007, con el vehemente empuje del proyecto político que hoy gobierna, se prohibió la propaganda negativa (cualquier cosa que eso signifique), lo cual representó la entrada de la supervisión de discursos desde los órganos electorales. También se prohibió la contratación de espacios por parte de grupos empresariales que mostraron clara preferencia por uno de los candidatos o el apoyo expreso de altos funcionarios (como lo hizo Vicente Fox) a ciertos candidatos. Estos últimos dos pueden tener más sentido en términos del piso parejo para las campañas, no así las restricciones de “campañas negras” o “propaganda negativa” que, no sobra decirlo, se siguen haciendo de manera abierta o soterrada.
Lo anterior no dio los resultados esperados y la clase política le dio la vuelta a las restricciones y aprovechó los huecos de la legislación. La propaganda encubierta o ilegal- como entrevistas a modo pagadas en TV y Radio- estuvo a la orden del día. Se usó Internet como un mecanismo no controlado para difundir sus propuestas partidista, así como las encuestas pagadas como forma de manipular las percepciones sobre “candidatos/as punteras/os”.
Ante los abusos registrados, en la reforma de 2014 se determinó como causa de nulidad de la elección la contratación de tiempo en los medios de comunicación. En este sentido se otorgó la nueva facultad del Instituto Nacional Electoral (INE) para ser administrador único de los tiempos de partidos políticos en radio y televisión. También se regularon encuestas y sondeos para evitar la contratación de estos ejercicios para manipular las percepciones electorales. A la vez se endureció la auditoría de discursos y contenidos. Como posibles sanciones ante irregularidades en materia de comunicación, se habilitó la posibilidad de suspender transmisiones en medios de comunicación.
En 2019 se incluyó el concepto de violencia político-electoral en razón de género (VPEG) como consecuencia de una lucha histórica de las mujeres en el acceso equitativo al poder. Ciertamente reconocer este tipo de violencia y sancionarlas urge en un país profundamente machista. Sin dejar de lado que el discurso machista constituye un elemento importante de condicionamiento a las mujeres en el acceso a la labor política; el diseño actual comienza a perfilar profundos problemas de instrumentalización legal para censurar expresiones que pudieran ser legítimas. Ejemplos de ello encontramos cuando medios o periodistas denuncian actos de corrupción de candidatas que ocuparon previamente cargos públicos.
Al día de hoy, la regulación electoral no entra de lleno a Internet por la complejidad jurídica y técnica que entraña el uso de plataformas de contenidos digitales. Aún así, los grandes monopolios de la conversación digital mantienen discrecionalidad y opacidad en el uso de sus facultades de moderación de contenidos. Incluso plataformas como Meta es obsequiosa con autoridades a la hora de bajar contenidos por fuera de los estándares legales internacionales y nacionales en materia de libertad de expresión.
Hasta ahora, el modelo de comunicación política derivó de un consenso entre todas las fuerzas políticas como síntoma de una clase política alérgica al escrutinio y la crítica. Existen justificaciones históricas en términos de la contratación y acceso equitativos a los medios de comunicación. Pero es excesivo que en la propia Constitución se establezca la prohibición expresa de emitir “calumnias” durante las campañas electorales. Aquí me detengo, en la problemática que entraña la supervisión de contenidos.
El discurso electoral es considerado por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos como uno “especialmente protegido”. Conocer las ofertas políticas e incluso conocer públicamente las pifias y aciertos de las personas candidatas durante campañas, es fundamental para formar la opinión del electorado. Ello significa que se requiere más libertad de expresión. Incluso ciertos excesos resultan permisibles para evitar una disputa acartonada.
Por supuesto que hay que restringir la propaganda encubierta y sancionar a los actores políticos cuando quieren romper con el acceso equitativo a espacios de comunicación. También resulta necesario, con criterios claros y bien definidos, que se evite el discurso discriminatorio cuando se convierte en mecanismo de inhibición de acceso al poder para mujeres, la comunidad LGBTIQ+, pueblos y personas indígenas, y otras personas y poblaciones en situación estructural de discriminación.
El problema deriva en utilizar el mismo rasero para medir impactos e imponer sanciones para periodistas independientes, grandes consorcios de medios, candidatas/os o funcionarios/as. Hay que diferenciar entre sujetos que emiten discursos que puedan ser materia de algún procedimiento de queja para evitar la censura.
Urge que el poder se democratice verdaderamente. Lo que resulta cuestionable es apelar a figuras como “calumnia”, o utilizar tramposamente la “propaganda encubierta” y la VPEG para censurar notas y reportajes que hablan de actos de corrupción o abusos de poder de quienes aspiran a cargos de elección popular. Ejemplo de ello lo encontramos cuando Aristegui Noticias publicó una nota de Anabel Hernández sobre los posibles vínculos de Enrique Alfaro con el Cártel Jalisco Nueva Generación en 2018. Un día antes de la jornada electoral, el Instituto Electoral de Jalisco ordenó bajar la nota porque la consideró “propaganda encubierta” (sic).
En el día a día, pareciera que órganos electorales administrativos y jurisdiccionales se centran más en el contenido -lo cual es relevante- sin diferenciar las características particulares y el contexto como el poder de quienes enuncian discursos, impacto, alcance y audiencias. Cuando este tipo de disputas legales se da entre actores políticos no puede estudiarse los casos de la misma manera y con los mismos criterios que, por ejemplo, el de un periodista independiente con su pequeño medio digital. También debe tomarse en cuenta que un discurso especialmente protegido como el electoral admite cierta hipérbole y mordacidad.
Lo paradójico es que el modelo de comunicación política actual en lo que toca a posibles “abusos en el ejercicio de la libertad de expresión” se ha convertido en el caballo de Troya para cuestionar el sistema electoral por parte de quienes tienen un megáfono enorme (acceso a medios oficiales y privados).
Quienes más gritan “¡Censura!” y más medios tienen para hacerlo, son quienes tienen más poder y recursos para defenderse. Es decir, las y los políticos y funcionarios públicos. Ese mismo modelo promovido y empujado por quienes no eran Gobierno, se decían agraviados por sus contrincantes y reclamaban inequidad, sirve de pretexto perfecto (uno más) para reventar el sistema electoral.