La deforma electoral

Si la intención de proponer en el peor momento y de mal modo la reforma constitucional del régimen político-electoral era quemar tiempo, ocultar asuntos importantes y problemas graves, desvanecer la campaña anticipada de los nominados a la sucesión, vulnerar a la autoridad electoral y distraer a la oposición sin darle margen de entenderse ni organizarse en bloque, la operación ha sido magistral hasta ahora.

De no ser así y, en verdad, el Ejecutivo procuraba sacudir la estructura política y electoral en el marco de un supuesto cambio de régimen, qué oportunidad dejó ir, qué revés recibió, qué enorme deuda política adquirió y qué desconfianza ha generado.

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Qué clase de revolucionario hecho en las urnas y no en las armas es aquel que, tras ser derrotado en la principal batalla y batirse en retirada echando tiros sin sentido, declara: algo es algo.

En el ánimo de asegurar la base electoral, dejar huella emblemática de su paso y, eso sí, introducir cambios plausibles y sustanciales en el ámbito laboral y fiscal, durante la primera mitad de su gestión, el Ejecutivo instrumentó programas sociales con corte clientelar, inició obras materiales cuya viabilidad sigue en duda y emprendió acciones de gobierno sin ton ni son, dejando de lado dos capítulos fundamentales en la transformación que acometía: la reforma hacendaria y la político-electoral.

No tocó dos pilares claves que posibilitarían fincar la pretendida cuarta transformación. Confundió lo accesorio con lo principal.

La reforma hacendaria nunca estuvo en su horizonte y la político-electoral la consideró tardíamente, al advertir en las elecciones intermedias que la estancia en el poder de su movimiento no sería tan fácil como quería y preveía. Hasta entonces, tras ganar territorio y perder distritos, comenzó a hablar de esa reforma. Justo cuando la fuerza del movimiento había perdido posiciones en la Cámara de Diputados y cuando –de acuerdo con la costumbre– modificar la Constitución en el rubro electoral y político era inoportuno.

En tal condición, impulsar la reforma del régimen exigía enorme apertura, disposición al diálogo y la negociación, inteligencia política… exactamente lo contrario de la estrategia adoptada: cerrazón, monólogo e imposición, fuerza.

A menos, desde luego, que la intención fuera sólo crear un fuego de artificio.

Si bien la propuesta presidencial de reforma constitucional del régimen contenía aspectos inaceptables, tenía otros dignos de considerarse. Asuntos que, incluso, muchos de quienes resolvieron resistirla a rajatabla sabían y saben de la pertinencia de esos cambios.

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La estrategia adoptada por el oficialismo liquidó la reforma antes de ser sometida al pleno y el siguiente paso fue peor. Pergeñar un plan B, a partir de la modificación de la legislación secundaria, coronó el primer error cometiendo el segundo, decorando éste con un desaseo procedimental que quizá constituya un fraude al reglamento de la Cámara de Diputados y ponga en duda la validez de lo aprobado. Hecho que, increíblemente, pasó desapercibido al presidente de la Mesa Directiva de ese órgano parlamentario, el panista Santiago Creel.

Primero se presentó la iniciativa presidencial y, justo porque a un proyecto legislativo con ese origen, no se le pueden dispensar los trámites, Morena la hizo suya a fin de considerarla de urgente y obvia resolución. Sin embargo, como la iniciativa original y la supletoria no incluían las condiciones impuestas por los aliados para acompañarla, hubo que volver a reponerla. Los verdes y los trabajadores siempre interesados en la propina, pero no en el capital político exigieron su diezmo a fin de asegurar su sobrevivencia y, entonces, se retocó la propuesta que ya había sido sometida. La extorsión como fórmula de entendimiento que resta autoridad moral al promotor de la iniciativa.

Un desaseo procedimental de tal magnitud que exige esclarecer si constituyó o no un fraude. Una reforma a nivel reglamentario que suple la visión de Estado, por el interés del partido en el poder. Un proyecto que no reforma, sino deforma el sistema electoral.

Hoy, el dictamen de la reforma electoral –del capítulo político no quedó ni el suspiro– se encuentra en el Senado y falta por ver su destino inmediato y mediato.

Por lo pronto, ya no tuvo el tratamiento atropellado y turbio dispensado por los diputados de Morena y sus socios –¿o siguen siendo sus aliados?– verdes y trabajadores y falta por ver cómo conduce su trámite el senador Ricardo Monreal, a quien se advierte presa de presiones provenientes de diestra y siniestra, como de arriba y abajo, pero también con un as para negociar con quien quiera. Falta por ver eso y, en caso de ser aprobada de nuevo sin consenso, si la oposición recurre su legalidad y validez en la Suprema Corte.

De momento, esa reforma limitada y distante de la que supuestamente buscaba el mandatario, lejos de dar certeza jurídica y política a los comicios de 2024 le imprime un sello de incertidumbre.

Puede, desde luego, el presidente de la República intentar sacarle raja política a la oposición y a la resistencia, acusándolas de haber frustrado el cambio de régimen político-electoral que originalmente quería o, bien, festejar el reintegro de la apuesta que hizo como si fuera el premio mayor, diciendo que algo es algo.

Sin embargo, no podrá eludir un hecho incontrovertible: la deuda de haber dejado pendiente la transformación del régimen en uno de sus capítulos más importantes y que el dictamen sujeto a revisión en el Senado no reforma, deforma el sistema electoral y deja intocado el régimen político.

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